El siguiente texto, del poeta español Juan Ramón Jiménez, lleva por título «Epílogo de 1948» y fue escrito en Buenos Aires con motivo del primer viaje del escritor a la Argentina, en 1948.
El milagro de mi español lo obró la República Argentina: el Río Juramento, barco que me llevó, Buenos Aires, La Plata, Rosario, Santa Fe, Paraná, Córdoba, Buenos Aires. Cuando llegamos al puerto de Buenos Aires y oí gritar mi nombre, ¡Juan Ramón, Juan Ramón!, a un grupo de muchachas y muchachos, me sentí español, español renacido, revivido, salido de la tierra del desterrado, desterrado, con mi piedra de mi Fuentepiña en el bolsillo del pecho.
-¡El grito, la lengua española; el grito en lengua española, el grito! Y tan andaluz, lo más español para mí de España, 8 siglos de cultivo oriental. Andalucía.
Comprendí. Todo aquello era por mi lengua, por la lengua en la que había escrito lo que ellos habían leído. Nunca soñé cosa semejante. En mi España, de piel de toro, isla mayor con alto río sólido, nieve de Pirineos. España, “que faz los homes y les desfaz”, no hubiera sido posible esperar aquella realidad que otro país de lengua española me aseguraba. Sí, mucho afecto en Puerto Rico, en Santo Domingo y en Cuba: ¡pero aquel besar, aquel llorar, aquella vida en la Argentina, no!
Cuando llegué al cuarto del hotel Alvear, los empleados, hombres y mujeres gallegos, andaluces, vascos, asturianos, todos sonreían, hablando en un español limpio y resonante, por los pasillos de mármol, que me estremeció. Oír a un argentino fuera de Buenos Aires siempre me había sonado un poco raro, pero oír a Buenos Aires me enamoró: un hablar rápido con todas las letras pronunciadas y en su sitio, con un acento fino y agradable, lleno de ondeajes de sorpresa. Hasta la y griega enellada, aquel “Mayea”, aquel cabayo o cabacho, me parecían tan naturales. Sin duda, aquello estaba en el sol. Aquella misma noche yo hablaba español por todo mi cuerpo con mi alma, el mismo español de mi madre, muchas de cuyas palabras, que ya no decían en España del año ’36, eran allí corrientes y vivían del todo. ¡Español que yo querría fijar para siempre con todas sus combinaciones imajinadas en aldaluz, en mi escritura!
Y por esta lengua de mi madre, la sonrisa mutua, el abrazo, la efusión. Allí se mecía como en Andalucía. Era la seguridad de un convencimiento, un reconocimiento que se prolongará ya en esta existencia americana mía mientras yo viva.
No soy ahora un deslenguado ni un desterrado, sino un conterrado, y por ese volver a lenguarse, he encontrado a Dios en la conciencia de lo bello, lo que hubiera sido imposible no oyendo hablar en mi español. En la casa de Dios estoy ahora hablando y España está, en Dios, conmigo. Ahora soy feliz, madre mía, España, madre España, hablando y escribiendo como cuando estaba en tu regazo y en tu pecho.