«Es, pues, nuestro español muy propio y característico de estas tierras en sus diversos niveles (fonológico, fonético, gramatical y léxico) cuyos cambios responden a la natural tendencia diferenciadora de las lenguas, pero que no ponen en riesgo su unidad porque pervive un fondo común “mucho más poderoso que los particularismos»
Artículo del lingüista y escritor Róger Matus Lazo publicado en la sección de opinión del periódico digital nicaragüense El Nuevo Diario (2 de noviembre de 2013).

Mapa que muestra los territorios de América donde se habla habitualmente español.
A José Moreno de Alba, in memoriam
Cuando Boabdil, llorando, abandona en 1492 Granada -último baluarte moro-, no solo terminaban más de setecientos años de dominación árabe en la Península Ibérica, sino que ocurrían otros dos acontecimientos de singular importancia para nuestro idioma: la publicación de la primera Gramática de Nebrija, obra que sienta las bases del español escrito y literario, y la más descomunal empresa que registra la historia de España: el descubrimiento de América.
Dos intérpretes trajo Colón al Nuevo Mundo: Rodrigo de Jerez y Luis Torres. El primero había incursionado por tierras de Guinea, y el segundo era un judío converso que hablaba hebreo, caldeo y árabe. Sin embargo, el Almirante tuvo que recurrir en un comienzo al “lenguaje” de las señas, como ocurrió con los indios de las Antillas, las primeras tierras descubiertas y colonizadas. Por eso nos dice el Fray Bartolomé de Las Casas que “las manos les servían de lengua”. La lengua entonces, único camino para llegar al conocimiento, se había convertido en un obstáculo para el invasor español y su empresa que incluía, entre otros, tres de sus más importantes expedientes: el trabajo, el mestizaje y la catequización.
Y se inicia el proceso de hispanización que implica, en primer lugar y paralelamente, una doble vía: el conquistador impone su lengua –y su religión y su cultura-, pero se ve obligado a aprender también la lengua indígena.
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