«si bien hemos conquistado la independencia, hemos perdido la conciencia histórica, la conciencia de una unidad que pudimos y debimos hacer indisoluble (…) La República Autocolonial fue incapaz de conservar el territorio heredado del Estado Indiano y permitió el avance de los gigantes estadounidense y brasileño a costa de nuestro suelo. Sólo una América Nuestra reunificada podrá defenderlo frente a las acechanzas de los gigantes actuales y futuros. Sobre este solar que debemos hacer intangible, en esa geografía que nos cincela cuerpo y alma, reivindicaremos las razas que dieron vida a nuestra América mestiza: la autóctona y la hispana»
El siguiente texto es un fragmento extraído del Capítulo 1 de la obra “La Patria Grande: La reunificación de Hispanoamérica. Historia de una idea persistente”, de Raúl Linares Ocampo (edición revisada de 2013).
El siglo XX fue pródigo en cataclismos políticos: dos conflagraciones universales y dos grandes revoluciones transformaron el mundo, erigieron colosos y disolvieron imperios coloniales; una larga guerra fría revirtió la situación, derrotó antiguos vencedores, reunificó Alemania y desarticuló al gigante soviético. Ocurridos apenas en el trayecto de una generación, muestran las limitaciones congénitas del hombre, su corto poder de previsión, la fragilidad de sus cálculos y la absoluta relatividad y contingencia de sus juicios sobre posibilidades e imposibilidades de su realidad y de su historia.
El congreso de la paz en Europa propuesto en el siglo XVIII por Charles Irenée Castel, Abad de Saint Pierre (1658-1743), se creyó un delirio hasta el día en que los enemigos seculares, ante los escombros de la Guerra Mundial, comprobaron la absurdidad de sus esfuerzos destructivos y vislumbraron el poder infinito de la unión. Ya en plena guerra (1943) Winston Churchill, enconado protagonista del conflicto, arrastrado por la evidencia, llegó a la conclusión: “es de prever que algún día surgirá un Consejo de Europa … Es una tarea gigantesca. En Europa se encuentra la raíz de la mayor parte de problemas que nos han llevado a dos guerras mundiales … Creo ser un buen europeo y el tomar parte en el renacimiento del genio fecundo y en la restauración de la verdadera grandeza de Europa es una tarea llena de nobleza”. La voluntad política de unificar impuso entonces reformas económicas, dictó medidas administrativas, reformó la diplomacia, ideó programas culturales, y encauzó la vida general de los pueblos. El delirio de ayer es menos que la realidad de hoy: la Unión Europea, superpotencia mundial.
Esas naciones cuya enemistad se creyó eterna, cuyas razas disímiles se tuvieron por causa insoslayable de interminables guerras, cuyas culturas parecían ser por siempre incompatibles, cuyo simple acercamiento, no ya unión, era inconcebible; esas naciones dialogan hoy, estrechan sus relaciones en todo el espectro de la actividad humana, suprimen fronteras, y se familiarizan con el ideal de la unidad en la diversidad.
Nuestra América, una sola Nación por el origen, la historia, la cultura y el destino, una sola Patria por la comunidad ancestral y solariega, un solo Estado hasta un ayer de la historia, persiste en sus errores, mantiene la división, vegeta en vasallaje y acrecienta su miseria. ¿Qué causas tiene esta obstinación suicida por la desunión?
Los Libertadores, previendo la calamidad del fraccionamiento separatista, intentaron la Reunificación. Sobre su derrota frente a la interferencia extraña y al torrente de las soberanías locales, se erigió la República Autocolonial, régimen autodenigrante que paralizó la energía nacional, fomentó la desunión y consumó la entrega autocolonial al extranjero. Nuestros pueblos, desalentados por la autodenigración, debilitados por la desunión y miserabilizados por la entrega, cayeron en resignación, aceptaron la derrota, y creyeron la sujeción inevitable; y la disgregación, irreversible.
Siendo entrega y desunión aspectos del mismo problema, ambos subsisten y desaparecerán a la vez; y si la entrega nos dividió, la Emancipación debe reunificarnos. Y así como los horrores de la guerra llevaron a los europeos a recapacitar y unirse, la impotencia, sujeción y miseria del presente deben impulsarnos a la Reunificación, la salvación del porvenir.
Como primer paso hacia su realización, presentamos una historia crítica de la idea de la Reunificación, una crítica histórica de las causas de la desunión, y un balance del invalorable legado histórico que constituye la experiencia del Estado Indiano, prueba fehaciente de la factibilidad de la empresa reunificadora. Es pues un trabajo de análisis y síntesis, no una simple recensión de opiniones sobre el tema. Valga aquí una aclaración.
Por tradición, la historiografía se ha cultivado entre nosotros como literatura, ensayo o género imaginativo, ajenos al rigor de la documentación, del método y del sistema. Las raras excepciones desaparecen en el torrente general. El materialismo histórico –en general, no sólo el marxista– con un planteamiento más realista y un método más riguroso, habría tenido efecto saludable, si adoptado con tino y adaptado propiamente, se hubiera aplicado con espíritu creador. Pero nuestra cultura, que a partir de la independencia ha sido una empresa de importación y remedo, ha tenido por objetivo primordial desechar la cultura propia, auténtica, indolatina, creada durante la Época Indiana, para reemplazarla por una mixtura compuesta al azar y vaivén de modas y veleidades ajenas. Y dado que para importar no se tenían otros medios que los condenados al desecho, los modelos originales fueron alterados de modo tal que sólo se disponía de doctrinas aberradas, productos de una obsesión imitativa que ignora lo que de la propia realidad no existe en el modelo, y crea en la imaginación lo que del modelo no existe en la propia realidad. Esta curiosa superposición de problemas imaginarios a los reales ha traído ciencia ficción en vez de ciencia, y problemas ajenos en vez de soluciones propias.

Representación del mestizaje en un óleo de 1770, obra del pintor poblano José Joaquín Magón. Museo Nacional de Antropología (Madrid).
Las importaciones constituían, en su lugar de origen, creaciones de innovación y mejora, basadas en conquistas de vanguardia y destinadas a satisfacer las necesidades del creador. En nuestro medio, carente de los recursos adecuados, y a menudo también carente de la necesidad, sólo podían adquirir un carácter artificial, devaluado, y aun nocivo. Es el caso de las tres grandes doctrinas, que importadas con la ilusión de orientar, nos han desconcertado: liberalismo, positivismo, marxismo. En la Europa Occidental, lugar de su origen y desarrollo, han mostrado innegables aspectos positivos y han logrado mejoras definitivas. La causa de que no hayan tenido efecto similar en Nuestra América, reside en nosotros, y es aquí donde debemos buscar la solución. Oportunamente las analizaremos en detalle. Pero de inicio debemos advertir que la simple constatación de estos hechos es insuficiente. Debemos ya desechar el hábito de la crítica estéril, asumir la mayoría de edad intelectual, y decidirnos a crear las doctrinas que han de guiarnos. Y esto será posible sólo en base a la cultura creada con el aporte de las ramas ancestrales, desarrollada durante la Época Indiana, combatida por la República Autocolonial, y que hoy debemos recuperar como base de la propia creación. Y en cuanto a los principios generales, por no decir universales, sobre los que se basan las grandes doctrinas, nosotros también podemos descubrirlos o crearlos, si nos preparamos suficientemente, confiamos en las propias fuerzas y cesamos de escudar la cobardía intelectual detrás de imitaciones.
La progresiva aparición del historiador profesional –y del científico social en general– en las últimas décadas, si bien ha introducido la preocupación por el método, ha descuidado el sistema. Enfrentado al mercado de la cultura y a la alternativa de “publicar o perecer”, el productor intelectual ha optado por la cantidad en detrimento de la calidad, por la multitud de casos aislados en desmedro de la síntesis orgánica y del sistema.
La profesionalización proviene con frecuencia de impulsos externos; y el historiador, el intelectual en general, aun cuando no se haya formado en el extranjero, está expuesto a la influencia extraña transmitida por libros, revistas, congresos y cuantos medios de difusión ofrece el mundo globalizado de hoy, y acata dócilmente la visión ajena, al extremo de considerar como prueba de superioridad el ver lo suyo con ojos y espíritu ajenos, sobre todo en cuanto a nuestra existencia, ascendencia, cultura e identidad atañe. A la tradicional manía de contraponer nuestros orígenes mediante la leyenda dorada indigenista y la leyenda negra antihispánica, se suman hoy innovaciones y reivindicaciones de última moda, “paradigmas” importados: “invasión europea”, “aculturación”, “sociedad multicultural, multiracial”, “país multinacional”, “pluralista”, etc.
Los partidarios de la “aculturación” ven en el mestizaje no lo que fue: una empresa de creación biológica y cultural de un nuevo hombre y de una nueva sociedad, una revolución que formó un nuevo mundo e inició una nueva época. En vez de reivindicar con orgullo este extraordinario nacimiento, substituyen–mediante un proceso ideológico y en ignorancia de la historia– la propia realidad por la ajena, y trasladan a nuestra historia el aniquilamiento biológico y cultural de los pueblos autóctonos que los anglosajones practicaron en el norte del continente. Los anglosajones mismos han borrado esta realidad de la historia que transmiten de generación en generación.
Otra falsificación histórica asimila la Época Indiana al imperialismo europeo de los siglos XIX y XX, que sólo implantó una administración encargada de explotar los países invadidos, manipular a los colaboradores nativos, segregar las razas y aberrar la cultura autóctona sin crear una nueva, de modo que los pueblos afectados no poseen hoy ni la cultura original ni una extraña, apenas mascullan una lengua colonial adquirida y manipulan una versión devaluada de la cultura metropolitana.
Y la “sociedad multicultural”, descartados los eufemismos, es sólo un instrumento introducido por los países europeos para segregar la inmigración procedente de sus antiguas colonias y del llamado Tercer Mundo. Introducida en nuestro medio como la sociedad pluriracial, pluricultural, plurinacional, tiende a profundizar la división, en vez de unirnos, y no es una innovación según se pretende, sino una nueva versión de la discriminación practicada por la República Autocolonial, y un retroceso en relación a lo que hace dos siglos Francisco de Miranda, el Capitán de la Independencia, exigía: “Que desaparezcan de entre nosotros las odiosas distinciones de chapetones, criollos, mestizos, mulatos, etc. Éstas sólo pueden servir a la tiranía, cuyo objeto es dividir los intereses de los esclavos para dominarlos. Un gobierno libre mira a todos los hombres con igualdad”; y a lo que Bolívar reclamaba en 1819: “la sangre de nuestros ciudadanos es diferente, mezclémosla para unirla”.
En Nuestra América no tuvimos invasión europea, tuvimos la conquista hispana: fue dolorosa como todo proceso de creación grande y trascendental; una revolución que dio a luz un nuevo mundo y una nueva sociedad, cimiento de la nación histórica continental, que ya en la primera generación mestiza presenta lumbreras de talla universal como un Garcilaso de la Vega Inca, quechuista nato y clásico de la lengua castellana.

Gómez Suárez de Figueroa, apodado Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616) es considerado «el primer mestizo biológico y espiritual de América» y una de las máximas figuras intelectuales de la América hispana. Asumió y concilió tanto la herencia cultural indígena como la española.
Ni el afán imaginativo y literario, ni la producción inflacionaria, casuista, inorgánica, desprovista de trascendencia y aberrada por la visión extraña, pueden servir de base a una tarea prioritaria cual es la creación de la conciencia histórico-nacional continental como base de la Reunificación. Se requieren aquí trabajos de síntesis que sistematicen los resultados del análisis, planteen temas esenciales y conduzcan el estudio en un espíritu adecuado a nuestros propios intereses. En tal sentido esta obra aspira a ser un taller de conciencia histórico-nacional continental hispanoamericana, indolatina. Y siendo un trabajo inicial de análisis y de síntesis, condición indispensable a toda elaboración teórica y programática seria y responsable, se abstiene de especular y de presentar planes o programas imaginarios para recobrar la perdida unidad. Ninguna voluntad individual ni la simple voluntad del mundo entero bastan de por sí para transformar la realidad mientras la historia no haya acumulado, aun contra la voluntad expresa de los protagonistas, los factores que condenan una realidad y exigen una nueva. Y en este sentido la Reunificación lleva en sí de tal modo el poder incontenible de la Historia, que a ella pertenece el porvenir. Contra los escépticos de hoy, está ya en la agenda de la historia; contra los opositores de mañana, se realizará. Mientras tanto la máxima aspiración permitida a nuestra época es la anticipación. Para las generaciones presentes, el camino es ya la meta. Generaciones futuras consumarán la obra. Pero no hay meta sin camino ni triunfo sin lucha. Sea esta obra un paso en la marcha de los precursores.
Hablar de Reunificación significa tomar por referencia el origen, la cultura y el destino comunes, la Nación Histórica continental, la Patria Grande indivisible, y el tricentenario Estado Indiano que se extendía de México a Chile, tenía dirección política unitaria, economía globalmente dirigida, política exterior común y geopolítica de alcance universal. A esta unidad que dio a Hispanoamérica la primacía continental durante los tres siglos de la Época Indiana, se refería Bolívar al decir “una sola debe ser la patria de todos los hispanoamericanos, ya que en todo hemos tenido una perfecta unidad”. Sólo así se explican existencia y persistencia de la Idea de Reunificación. Para Francisco de Miranda (1750-1816), el Capitán de la Independencia, la unidad de la Nación y del Estado indianos era la realidad de su época. La idea de Reunificación aparece apenas la independencia empieza a fraccionar el Estado Indiano en Estados menores e indefensos, según prueba el programa reunificador de ambas corrientes libertadoras, la del norte bajo Bolívar y la del sur bajo San Martín; la defienden durante la reorganización republicana el conservador Lucas Alamán y el liberal Juan Bautista Alberdi; la enarbolan contra la expansión estadounidense Juan Manuel Carrasco Albano, Francisco Bilbao, José María Samper, Juan Nepomuceno de Pereda; frente a los intentos de reconquista europea la exigen Justo Arosemena y la Sociedad Unión Americana; contra el Panamericanismo la levanta José Martí; desde el positivismo la reclama Eugenio María de Hostos; desde el neoidealismo la reivindica José Enrique Rodó; en el siglo XX la predican el socialista Manuel Ugarte, el socialcristiano José Vasconcelos, el catedrático José Ingenieros, el obrero Augusto César Sandino, el militar justicialista Juan Domingo Perón; desde el marxismo la reivindican Jorge Abelardo Ramos y Fidel Castro. Si la idea persiste a través de nuestra historia y de doctrinas variadas y opuestas es por ser la Idea Fundamental de la realidad hispanoamericana. Hunde sus raíces en la Nación Histórica continental y en la Patria Grande indivisible, se levanta con la fuerza inexorable del destino común, y decidirá el porvenir. De ahí que todo gobierno, toda política que no dé prioridad a la Cuestión Fundamental y no tenga la Idea Fundamental por guía, no se justifica, no tiene razón de ser ni de persistir.
Si hay alguna idea que no hayamos mendigado, y que nos pertenezca enteramente, es ésta. Y si aún no la hemos realizado aún, o mejor dicho, ni siquiera puesto seriamente en mira, es porque si bien hemos conquistado la independencia, hemos perdido la conciencia histórica, la conciencia de una unidad que pudimos y debimos hacer indisoluble. Nuestra desorientación general es obra de la República Autocolonial. En su afán de negar la historia y de suplantar nuestra cultura tradicional indiana por una extraña, nos ha despojado de lo nuestro, sin darnos un reemplazo válido. Nos ha usurpado el porvenir. Es ésta la verdadera aculturación. Desde entonces vivimos con los pies en nuestra tierra y con la mente fuera. Para superar esta esquizofrenia cultural precisa tornar la mente hacia nuestra realidad como primer paso de otra marcha de generaciones que nunca se detiene: la creación de una cultura auténticamente nuestra.
La política es sólo un aspecto de la cultura de un pueblo. Nuestra Cuestión Fundamental se puede tratar solamente por una política propia, y ésta puede crearse sólo en base a una cultura igualmente propia. Es la tarea secular que acompaña a la Cuestión Fundamental y que es igualmente fundamental.

Manuel Ugarte, uno de los máximos exponentes del unionismo hispanoamericanista, escribió: “La nacionalidad no se crea sólo con las armas o con el pensamiento. Se crea, sobre todo, con la emoción»
En un esfuerzo de siquiera esbozar el problema, busquemos una noción de cultura adecuada a nuestra realidad material y espiritual, a nuestra geografía, a nuestra tradición e historia, a nuestras necesidades, a nuestros intereses. Para encontrarla no necesitamos recurrir a los autores extranjeros, según es reacción usual y compulsiva de nuestros intelectuales. A uno de los nuestros, al gran argentino Ricardo Rojas, debemos una magistral exposición sobre la unidad orgánica de territorio, raza, tradición y cultura:
“El territorio es no sólo una jurisdicción política, sino un crisol de fuerzas cósmicas que obran sobre la raza, dándole un carácter regional y trascendiendo por el hombre a la historia. Diríase, que, por este fenómeno, los dioses locales se hacen visibles en la naturaleza.
La raza es no sólo el etnos material de la ciencia, sino la conciencia colectiva de un pueblo homologada por la emoción territorial y por la atmósfera común en la convivencia histórica. Diríase, que, por este fenómeno, la patria se refrange en el espíritu, pasando del espacio al tiempo.
La tradición es la persistencia de las divinidades telúricas y de los caracteres sociales a través de las generaciones, de modo que la tradición no es solamente lo autóctono sino también lo asimilado, ni es solamente lo perecedero sino también lo durable de la vida colectiva. Diríase que, por este fenómeno, la agrupación nacional persiste como un ser individual.
La cultura es, finalmente, la organización de las tradiciones en un cuerpo de instituciones políticas, de doctrinas filosóficas y de símbolos emocionales, que dan a la nación conciencia de sí misma. Diríase que, por este fenómeno, la nacionalidad llega a su madurez, convirtiéndose en un actor de la civilización humana.
Así mostrada esta unidad orgánica se ve que el territorio influye sobre la raza, la raza sobre la tradición, la tradición sobre la cultura, por simple fatalidad natural; pero que, a su vez, por un reflujo consciente del espíritu, la cultura influye sobre la tradición y ésta sobre la raza, y ésta sobre el territorio, en permanente unidad funcional”.
El complemento indispensable e indisoluble de la cultura es la nación, la nacionalidad. Del argentino Manuel Ugarte, poeta y luchador unionista de raza, son estos certeros pensamientos, mezcla de intuición poética y de análisis sociológico:
“La nacionalidad no se crea sólo con las armas o con el pensamiento. Se crea, sobre todo, con la emoción.
Ni el guerrero, ni el político lograrán hacer surgir del fondo de la tierra o del misterio de las almas, ese conglomerado de esencias indefinibles que se llama una nación. Es tan secreto el proceso como inexplicable. Sólo sabemos que al influjo de la originalidad de ciertos seres, que resumen oscuras tendencias colectivas, se va operando ese milagro gradual que es la diferenciación, la personalidad de un grupo humano. Después, con ayuda de la cohesión y sin que sufran las individualidades, los componentes adquieren filiación común. Todo ello, fruto de un determinismo nebuloso cuyos elementos no se logran disociar. Es así porque es así. No cabe otra explicación.
En Hispanoamérica sólo existe la nacionalidad geográfica. Todavía no ha surgido la nacionalidad económica. Ni la nacionalidad étnica. Menos aun la más difícil de todas, la nacionalidad moral”.
Veamos lo que estas afirmaciones de Manuel Ugarte significan.
Hispanoamérica, Nuestra América, la América mestiza, es un Nuevo Mundo en sentido estricto; no por el Descubrimiento, que sólo fue la toma de conciencia de la existencia de un continente hasta entonces desconocido por los otros, sino por ser creación, vástago, de las culturas milenarias que chocaron y se unieron para siempre a través del mestizaje. Ya en la primera generación mestiza, la del Inca Garcilaso hay conciencia de la novedad y originalidad de esta creación, según muestra su “Prólogo a los indios, mestizos y criollos de los reinos y provincias del grande y riquísimo Imperio del Perú. El Inca Garcilaso de la Vega, su hermano, compatriota y paisano”.
“Por tres razones entre otras, señores y hermanos míos, escribí la primera y escribo la segunda parte de los comentarios reales de esos reinos del Perú. La primera por dar a conocer al universo nuestra patria, gente y nación …”
Los conceptos de Estado, Patria y Nación se recuperan y desarrollan, en el ámbito occidental, recién a partir del Renacimiento. España, que no pertenece al medioevo feudal, tiene un Renacimiento diferente, luego de su guerra de Reconquista, y se adelanta a otros países europeos en la creación de una administración centralizada, y por ende en el desarrollo de las nociones de Estado, Patria y Nación. En este prólogo de Garcilaso, escrito en España en la transición del siglo XVI al XVII, encontramos estas nociones conscientemente empleadas. Y téngase presente que como “hermanos, compatriotas y paisanos”, Garcilaso considera a indios, mestizos y españoles americanos. Exigir cinco siglos después un “país multiracial, multicultural, multinacional”, “pluralista” equivale a emprender un retroceso que nos aleja de nosotros mismos.

Sólo una Hispanoamérica reunificada podrá defenderse y hacer valer su voz frente a los gigantes presentes y futuros.
Un siglo después de Garcilaso, en México se da el caso similar de Carlos Sigüenza y Góngora (1645-1700), que continúa el proceso de creación de la nacionalidad, desarrollado luego a lo largo de la Época Indiana, y cuyos extraordinarios resultados pudo observar Humboldt en su viaje por este Nuevo Mundo.
Pero la República Autocolonial, autodenigrante y extranjerizante por naturaleza, interrumpe este proceso, intenta de inicio arrojar por la borda del olvido la historia indiana y desechar la cultura propia, tradicional, para reemplazarla por la anglosajona: “es la visión de una América deslatinizada por propia voluntad, sin la extorsión de la conquista, y regenerada luego a imagen y semejanza del arquetipo del Norte”, en palabras de José Enrique Rodó; y al fomentar los programas de inmigración en afán de reemplazar la población nativa, interrumpe el desarrollo de la nacionalidad étnica, que Bolívar exigía: “la sangre de nuestros ciudadanos es diferente, mezclémosla para unirla”; por la miserabilización de la población autóctona, que la política general de la República Autocolonial significa, intensifica la segregación; por su entrega autocolonial descarta todo intento de formación de la nacionalidad económica. Y en fin, al “mendigar modelos” extraños en la ilusión de aplacar la anarquía, creada por su propia furia destructiva de la tradición, hace imposible la nacionalidad moral. Esto es, en breves palabras, lo que el juicio de Manuel Ugarte implica, y lo que la República Autocolonial ha realizado en sus dos siglos de existencia: desunión, impotencia, sujeción y miseria.
Para desarrollar una cultura propia, que rechace el plagio y sea capaz de crear, precisa comenzar por afirmar los elementos que han de servirle de base: territorio, raza, tradición. La República Autocolonial fue incapaz de conservar el territorio heredado del Estado Indiano y permitió el avance de los gigantes estadounidense y brasileño a costa de nuestro suelo. Sólo una América Nuestra reunificada podrá defenderlo frente a las acechanzas de los gigantes actuales y futuros. Sobre este solar que debemos hacer intangible, en esa geografía que nos cincela cuerpo y alma, reivindicaremos las razas que dieron vida a nuestra América mestiza: la autóctona y la hispana. La tradición debemos recuperarla de la acción destructiva de la República Autocolonial, desarrollarla según inspiración propia, y enriquecerla con lo positivo de sugerencias y aportes exteriores. Los alicientes pueden ser ajenos, la substancia debe ser siempre nuestra. Sólo sobre esta base podemos desarrollar una conciencia histórico-nacional continental que nos permita emprender con éxito la creación de una economía integrada, una política interior unificada, una política exterior común y una geopolítica de visión universal como las tuvo el gigante indiano. Pero es evidente que la creación de una cultura es un proceso secular, una marcha de generaciones que nunca se detiene. Lo decisivo es tener el coraje de iniciarla. Ahora, y paralela a la marcha hacia la Reunificación.
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NOTA: Los subrayados del texto son nuestros (Hispanoamérica Unida, Mayo de 2013).