«la vieja y repetida historia de que la producción era local, para autoconsumo y que no pasó de las regiones productoras, debe quedar relegada al olvido. La gran amplitud y la extensión de los circuitos textiles en Nueva España y Perú está fuera de toda duda. También lo está la noción de que la manufactura y, en general, la industria textil colonial hispanoamericana adquirieron proporciones significativas desde muy temprano»

Detalle del dibujo «Indios hilando lana a torno», del libro Trujillo del Perú, del obispo Martínez Compañón (siglo XVIII).
El siguiente texto es un extracto del capítulo introductorio del libro «La protoindustria colonial hispanoamericana», de Manuel Miño Grijalva, publicado por el Colegio de México-Fideicomiso Historia de las Américas y Fondo de Cultura Económica en 1993.
¿Qué producían y de qué medios se valieron los habitantes de Hispanoamérica para manufacturar sus tejidos? ¿De qué formas de organización dotaron a las unidades productivas? ¿Qué efectos tuvo esta organización en la vida de los productores, trabajadores o empresarios? ¿En qué forma dieron satisfacción a la demanda? Todas estas son preguntas que guiarán el análisis y la exposición como problemas básicos por responder. Ciertamente no todo lo que el hombre del mundo colonial vistió vino de otras tierras; gran parte de lo que usó tuvo que ser producido aquí en cantidades considerables. Viejos y nuevos pobladores, viejos y nuevos centros, ciudades, minas, haciendas fueron abastecidos -en diversas proporciones y dentro de ciertos límites- por el productor local. Éste, libre o forzado, como artesano, obrajero o simplemente como tejedor doméstico independiente o habilitado por un comerciante, tuvo que producir tejidos y ropa para una sociedad que desde la Conquista había cambiado de rumbo.
Sin embargo, en el conjunto de la economía colonial, el sector textil hispanoamericano no puede compararse en importancia con la producción de las minas o de la agricultura. En cambio, realizó dos contribuciones significativas: por una parte definió la manufactura antes de que se desarrollaran las grandes concentraciones fabriles modernas y, por otra, utilizó el algodón de una manera y una intensidad poco usuales entonces en Europa. Por su dimensión, la producción textil hispanoamericana no se compara con la de la industria europea, pero considerada la amplia producción de tejidos que las comunidades indígenas entregaron en tributo y la intensidad que en los siglos XVI y XVIII adquirió el repartimiento de mantas y de «ropa de la tierra» en diversos espacios y coyunturas, debió de ser voluminosa. Este hecho parece cierto si asumimos que a principios del siglo XIX la población hispanoamericana se acercaba a los 20 millones de habitantes, es decir, existía un amplio mercado potencial.
El problema central de los estudios realizados hasta ahora sobre este tema radica en que no se ha prestado atención suficiente al sector indígena y, en general, a la producción doméstica de ropa de algodón y lana consumida en parte por las comunidades, pero destinada también a la venta e intercambio en los mercados de los pueblos. Una nueva perspectiva sobre el particular nos llevaría a conclusiones quizá sorprendentes. Por lo que sabemos del siglo XVIII sobre Puebla, Tlaxcala, México, Querétaro, Cuenca, Cochabamba, Córdoba y otros centros importantes como Socorro en Nueva Granada, cabe esbozar un movimiento amplio y dinámico en el que tejedores del campo y de la ciudad vertebraron una producción de amplias proporciones.
En este complejo entramado, el obraje constituye la manifestación más original de la organización manufacturera. También ha sido la institución más estudiada tanto de Nueva España como de la Real Audiencia de Quito. Varias razones justifican esta preferencia: en ambos espcaios el obraje adquirió una extensión y una difusión innegables, no sólo por el número de unidades que llegaron a funcionar, sino por el impresionante volumen de trabajadores empleados, por la extensión de sus mercados y por el impacto que tuvo sobre la comunidad indígena y la mentalidad de sus contemporáneos.
En otros espacios, como Cuzco, la industria textil también fue importante, aunque faltan investigaciones que arrojen luz sobre los efectos y alcances que tuvo sobre la economía de la región. Lo sucedido en Huamanga, Cajamarca, Conchucos, La Paz y en varias localidades de Chile y Nueva Granada, parece coincidir en sus rasgos generales con el ritmo y la evolución de los centros más importantes y forma parte de una permanente reordenación del espacio peruano. Nuevos estudios de carácter regional enriquecerán la visión del obraje colonial. Lo que desde ahora podemos asegurar es que la vieja y repetida historia de que la producción era local, para autoconsumo y que no pasó de las regiones productoras, debe quedar relegada al olvido. La gran amplitud y la extensión de los circuitos textiles en Nueva España y Perú está fuera de toda duda. También lo está la noción de que la manufactura y, en general, la industria textil colonial hispanoamericana adquirieron proporciones significativas desde muy temprano.
Obrajes y telares tuvieron manifestaciones y fluctuaciones en el tiempo, determinadas por los ritmos de la economía interna y la presencia constante de la producción protoindustrial europea. Durante la etapa formativa, más o menos entre 1530 y 1569, sobrevino un proceso de reacomodo y ordenamiento determinado por las necesidades del mercado interno colonial en formación. Por otra parte, a la par que se instalaban los primeros obrajes, la comunidad indígena se vio presionada por el grupo encomendero para hilar y tejer grandes cantidades de ropa, particularmente de algodón, que ingresaban luego al circuito mercantil. De 1570 a 1630 , tanto en Nueva España como en Quito, se produjo una visible expansión del sector obrajero. El mercado minero de ambos espacios y la creciente demanda de los centros urbanos impulsaron esta expansión.
A partir de la década de 1630, el deterioro del sector obrajero parece seguir una curva descendente en la Nueva España. Desaparecen unidades en los centros tradicionales más importantes -ciertamente se consolidan otros, aunque pocos- en un reordenamiento de la producción regional en dirección del norte del reino. Todo sugiere que, en esta etapa, disminuye la producción de tejidos anchos de lana, mientras aumentan los tejedores de algodón en las ciudades y los pueblos. En 1686, se funda en puebla el gremio de tejedores de algodón, acto que se repetirá más tarde en otros centros.
El XVII es el siglo más discutido y no acaba de ser explicado en forma convincente. En relación con la producción textil, no está claro en qué medida incide sobre ella la crisis de la producción minera y la «crisis general» del siglo XVII. Su caída no se concilia con la del comercio trasatlántico, que podría haber dado lugar a un proceso de sustitución de importaciones. Las evidencias muestran que no fue así, al menos en el sector manufacturero, aunque los corregidores y los alcaldes mayores no dejaron de presionar a las comunidades para captar sus excedentes. Tal vez la debilidad del mercado colonial y una reducción de la demanda restaron posibilidades a la reactivación. Por otra parte, a partir de 1632 la Corona cerró el mercado peruano a los tejidos novohispanos. La prohibición, efectiva o no, fue mortal para los obrajes de Puebla. Los testimonios al respecto son elocuentes.
En el área andina, los obrajes situados en la sierra centro-norte de la Real Audiencia de Quito y los ubicados en la región del Cuzco siguieron, entonces, caminos al parecer inversos. Mientras en Quito el deterioro del mercado de Potosí, las erupciones volcánicas, y varias epidemias sacuden los centros productivos, en Cuzco, a partir de la segunda mitad del siglo XVII la industria textil emprende un franco florecimiento que se detendrá a mediados del siglo siguiente. El auge de Cuzco corresponde al deterioro de la producción quiteña. Con todo, ambas regiones finalizaron el siglo con pobreza y miseria, las que se acentuaron por una creciente presión tributaria y por la ya masiva presencia de tejidos extranjeros.
En 1750, mientras la producción de los obrajes acentúa su caída, las siembras de algodón se expanden con la consecuente multiplicación de tejedores domésticos en los pueblos de indios y en la periferia de las ciudades más importantes. Éstos abastecerán de tejidos angostos y más baratos que los originados en los obrajes. El incremento es visible también entre los tejedores dedicados a los tejidos de lana, particularmente en Córdoba, Cuzco y Querétaro. Los tejidos de algodón se localizan, en cambio, en Cuenca, Cochabamba y Socorro. En la Nueva España, Puebla, Tlaxcala, Guadalajara, México, Villa Alta y Tepeaca parecen los más visibles. El trabajo doméstico (cottage industry) y el trabajo a domicilio (putting-out system) constituirán las formas de organización básicas del trabajo textil, hasta que los efectos de la ruptura colonial, la caída de la producción minera y la competencia acentuada y directa de la producción europea, terminan por reducir en unos casos y extinguir en otros, este movimiento de grandes proporciones.