Las Indias, Hispanoamérica, nuestra América

«Las Indias eran pues en rigor la América hispana, lo que hoy llamamos Hispanoamérica, la Patria Grande y Nuestra América (…) Entre nosotros, América se hizo frecuente recién en el S. XVIII. Hasta entonces el nombre usual fue Indias, y nuestra sociedad se autodenominó indiana (…) Hispanoamérica e hispanoamericano se hicieron frecuentes durante el siglo XIX (…) La comunidad de origen, historia, cultura y destino permanece como invalorable legado y razón del anhelo, de la idea y de los intentos de Reunificación. Este bagaje histórico-cultural forma el contenido del Hispanoamericanismo»

Las Indias (en color rojo). Durante siglos, la mayor parte del continente formó parte de la Monarquía hispánica, de ahí que en el siglo XIX fuera usual el refirise a Hispanoamérica simplemente como "América".

Las Indias (en color rojo). Durante siglos, la mayor parte del continente formó parte de la Monarquía hispánica, de ahí que en el siglo XIX fuera usual el referirse a América Hispana simplemente como «América».

El siguiente texto es un extracto del capítulo 2 («El escenario ideológico y geopolítico») de la obra «La Patria Grande. La reunificación de Hispanoamérica. Historia de una idea persistente», de Raúl Linares Ocampo (Ediciones del Instituto Bolívar, Arequipa/Berlín, edición de 2010).

No hay término neutral en política. Toda denominación es un nexo entre ideas, creencias, intenciones y la realidad; sea para aclararla, aberrarla o transformarla en la realidad inexistente del mito, que multiplicada al infinito por los medios de comunicación masiva, se lanza a la conquista de la conciencia colectiva. Ya sea que se trate de aclarar o de aberrar, precisa tener en cuenta el poder creador de la palabra. Si es adecuada a la idea que expresa, armoniosa, persuasiva, impactante, vigoriza la idea; en caso contrario, la desvirtúa. El análisis de una ideología –indispensable a la teoría y práctica políticas- debe pues considerar tanto los conceptos que la expresan como sus vehículos idiomáticos.

Un ejemplo de la función mitológica y aberrante es la usual expresión “el ideal panamericano de Bolívar”, que se emplea ya sea en desconocimiento del pensamiento bolivariano, o para falsificarlo. El término panamericano tiene aquí función de mito: sugiere una armonía continental inexistente, la armonía de las culturas anglosajona y latina, esencial y secularmente rivales. Siendo el pensamiento bolivariano apenas conocido entre nosotros, es fácil convertir a Bolívar en campeón de la unidad continental panamericana: basta con citarlo e interpretar el término América en sentido continental donde él quiere decir Hispanoamérica. Para desechar la impostura, valgan estas palabras de una carta a Santander (Arequipa, 30 de mayo de 1825): “Los americanos del Norte por sólo ser extranjeros tienen el carácter de heterogéneos para nosotros. Por lo mismo jamás seré de la opinión de que los convidemos para nuestros asuntos americanos”.

Una ilustración del modo de empleo de la mitología panamericana se encuentra en el discurso del presidente John F. Kennedy al inaugurar su Alianza para el Progreso, empresa creada con la intención de neutralizar la conmoción causada por la Revolución Cubana. Nada más natural para un hispanoamericano que inspirar su verdadera Emancipación en el autor de la independencia: Bolívar. En consecuencia, Fidel Castro puso la revolución victoriosa bajo la égida del Bolívar Libertador y Precursor de la independencia cubana. Ante la asamblea de gobernantes latinoamericanos, convocada para impartir instrucciones, Kennedy lanzó en contraataque: “Bolivar spoke of his desire to see the Americas fashioned into the greatest region in the world, ‘greatest, he said, not so much by virtue of her area and her wealth, as by her freedom and her glory’”. En traducción castellana: “Bolívar expresó su deseo de ver a las Américas constituirse en la más grande región del mundo, ‘la más grande, dijo, menos en virtud de su área y riqueza que de su libertad y gloria’”. El texto original de Bolívar, en su famosa Carta de Jamaica, reza: “Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riqueza que por su libertad y gloria”. Las palabras subrayadas muestran la falsificación: las Américas en vez de América, y región en vez de nación. Para Bolívar América y nación eran sinónimos de Hispanoamérica; Kennedy reemplaza nación por región, a fin de simular la unidad continental. Por ignorancia, temor o complicidad, ningún mandatario latinoamericano contradijo el fraude.

“El ideal panamericano de Bolívar” es también corriente en círculos antiimperialistas, prueba de que la confusión conceptual no conoce fronteras ideológicas. Se sabe de manera general que Bolívar luchó por “la unión de nuestros pueblos”. Y como el prefijo pan denota un conjunto, se cree ingenuamente que panamericano es sólo un asunto de léxico, un término que  no significa más que el conjunto de pueblos americanos, de modo que todo intento  de coordinación de la política hispanoamericana, aun simples acuerdos diplomáticos o estudios jurídicos, corrientes en nuestra historia, se presentan como precursores del Panamericanismo o pertenecientes a él. Panamericano en política no es un adjetivo neutral. Es un concepto cargado de historia, de ideología y de contenido imperial, según se verá.

La falsificación de Kennedy es un ejemplo de la vasta campaña de panamericanización de nuestros Próceres, fomentada desde el Norte y adelantada en nuestros países con el auxilio del intelectual colaborador. Oportunamente presentaremos otros casos similares. Un recurso usual consiste en interpretar América en sentido continental, donde nuestros Próceres quieren decir Hispanoamérica. Véase cómo un nombre tan elemental es susceptible de adoptar significados diferentes y aun contradictorios en dependencia de la finalidad de su empleo.

Los nombres que recibió el continente, lejos de ser obra del azar, reflejan, por las circunstancias de su creación y por el modo y frecuencia de su empleo, la variable relación de fuerzas de las potencias conquistadoras y de sus descendientes, y han servido para denominar las doctrinas que los oponen: Hispanoamericanismo, Panamericanismo, Interamericanismo que analizamos en este capítulo.

LAS INDIAS Y AMÉRICA

Desde el inicio de la ocupación del continente se fue creando el escenario histórico de la rivalidad Norte-Sur, ya que las potencias conquistadoras extendieron al Nuevo Mundo su rivalidad en el Viejo, como potencias y culturas heredadas del enfrentamiento secular de latinos y germanos. La ocupación hispana fue temprana, acelerada, modificó en profundidad las culturas que sojuzgó sin aniquilar, se asimiló en el mestizaje, y tuvo un florecimiento cultural precoz, obra de una grandiosa fusión creadora. Al echar raíces en tierra americana, al mezclar su sangre con la sangre aborigen y unirse en un destino común, se hizo indohispana, indolatina y adquirió así el derecho al suelo americano.

Durante el siglo XVI, la noción que tenía el mundo de nuestro continente estaba esencialmente limitada a la parte ocupada por España: las Indias. Este nombre, como muchos otros en la historia, fue producto de un error. Colón y navegantes posteriores creían estar en el lugar que buscaban: la India. Llamaron entonces indios a los naturales e Indias al lugar. Cuando el error se hizo evidente, las llamaron Indias Occidentales para diferenciarlas de la India oriental, asiática.

Cuando San Martín o Bolívar empleaban el término "la América" se referían en todo momento a la América de habla española, es decir, a Hispanoamérica.

Cuando San Martín o Bolívar empleaban el término «la América» se referían en todo momento a la América de habla española, es decir, a Hispanoamérica.

Bernabé Cobo decía en 1653 sobre los nombres del continente: “Cuatro son los nombres que desde el principio de su descubrimiento se le pusieron a este Nuevo Mundo, conviene a saber: el de Islas de Occidente, de Indias Occidentales, de Nuevo Mundo y de América. Los cuales, aunque tomados en toda su latitud y amplia significación, significan indiferentemente una misma cosa, que es toda la tierra nuevamente hallada por los españoles por esta parte y hemisferio Occidental del Mundo; todavía en su propia y más estrecha significación difieren mucho, como constará explicando cada uno de por sí”. Y según señala, el nombre más usual entonces era el de Indias Occidentales o simplemente Indias –en España y entre nosotros, ha de entenderse; pues en el extranjero, las potencias anti hispánicas impusieron América, oponiéndolo a Indias, que era la expresión de la hegemonía hispana. Los nombres fueron pues recursos en la guerra sicológica de las potencias conquistadoras, como fue también la Leyenda Negra antihispánica, inventada entonces (S. XVI). Por razones evidentes, el nombre América no gozó de favor inmediato en España, según puede apreciarse en un documento de la misma época, que omite este nombre: “Indias, islas é Tierra Firme del mar Océano, que llaman comúnmente Nuevo Mundo, son las tierras y mares comprehendidas en la demarcazion de los Reyes de Castilla”. Indias designaba pues exclusivamente la parte adjudicada a la Corona de Castilla en el tratado de Tordesillas, de modo que excluía la parte reconocida al Portugal, lo que hoy es el Brasil, y la porción que las potencias rivales ocuparon más tarde en el norte. En este sentido debe entenderse la expresión “Indias del nuevo mundo” que emplea ocasionalmente el Inca Garcilaso. Las Indias eran pues en rigor la América hispana, lo que hoy llamamos Hispanoamérica, la Patria Grande y Nuestra América. En este sentido es pertinente el nombre Eurindia que Ricardo Rojas emplea para evocar el mestizaje de Nuestra América con la Europa clásica, latina.

Entre nosotros, América se hizo frecuente recién en el S. XVIII. Hasta entonces el nombre usual fue Indias, y nuestra sociedad se autodenominó indiana, según muestra por ejemplo el título Política Indiana de la famosa obra de Solórzano y Pereira. En el presente estudio se utilizarán las denominaciones históricas Época Indiana, Estado indiano, sociedad indiana para el período llamado comúnmente colonial, tanto por ser propias de la época, como a fin de subrayar el carácter específico de nuestro pasado, esencialmente diferente del pasado colonial de los continentes sojuzgados por el imperialismo del siglo XIX, al que se asimila con frecuencia, pero impropiamente, nuestra antigua pertenencia al imperio hispano. Las provincias americanas formaron parte del imperio hispano, pero no por eso fueron realmente colonias en el sentido usual hoy. En el capítulo 5 nos ocuparemos de aclarar  éste y otros puntos esenciales, pues la confusión conceptual y general que aquí existe nos impide comprender cabalmente el pasado, y por tanto, trazar la vía correcta del futuro, ya que mientras un pueblo no sepa cabalmente lo que fue y de dónde viene, no sabrá lo que puede ser y adónde puede y debe ir.

El primer empleo del nombre América de que se tiene noticia se encuentra en un mapamundi publicado en 1507 por el cartógrafo alemán Martin Waldseemüller en colaboración con su compatriota, el filólogo y poeta Mathias Ringmann, quien propuso el nombre América en honor al navegante italiano Amerigo Vespucci (1451-1512) a quien le atribuía el haber sido el primero en comprender que Colón había descubierto un nuevo continente. Esta injusticia fue irreversiblemente confirmada por América, nombre dotado de las propiedades requeridas para una vertiginosa difusión, de modo que apenas una década más tarde ya estaba definitivamente implantado, en todas partes fuera de España. Este nombre emplean los colonos ingleses cuando un siglo después llegan al Nuevo Mundo.

La ocupación anglosajona fue lenta, exterminó a los pueblos aborígenes, pobló en un principio sus colonias con desterrados, comerciantes fallidos, fugitivos y penitenciarios; conservó intactas la raza ocupante y la cultura metropolitana, y con el espíritu anglosajón trasplantó su pretensión imperial. A diferencia de la ocupación española que en vertiginoso tropel de centauros conquistó un continente y creó un nuevo mundo, las colonias inglesas permanecieron hasta el momento de su independencia encerradas en una estrecha franja entre el Atlántico y los Apalaches. Colin Ross, buen conocedor del país y de su historia, anota que al inicio de su vida independiente “constituían una federación de Estados aún no consolidad y que en cualquier momento podía disolverse, un país de sólo unos cuantos millones de habitantes, ensangrentado y debilitado por una larga guerra de independencia, de finanzas en crisis, moneda depreciada y lleno de tensiones sociales. Y este pequeño, joven Estado que casi podría considerarse irrisorio, se atrevió a darse el nombre de todo el continente. En realidad habría que admirar la osadía y visión de sus fundadores. En el momento de su creación se lanzaban a la conquista de lo máximo. No les bastó ni siquiera el nombre de Estados Unidos de Norteamérica, que el Congreso había previsto originalmente. No, tenía que ser todo el inmenso doble continente de cuya naturaleza y dimensión apenas se tenía idea en las trece colonias. Los Estados Unidos son un ejemplo del papel que un nombre juega también en la política. Un nombre es un factor de poder que irradia fuerzas de una especial naturaleza.

A la hegemonía universal de los E.U. corresponde el monopolio que detienen hoy del apelativo americano. En un discurso, el presidente del país dirá América en vez de USA, y un inmigrante de cualquier rincón del planeta se llama americano por simple obtención del pasaporte estadounidense. Y en el resto del mundo, los medios de comunicación masiva dicen “el presidente americano”, como si este título existiera, en vez de “el presidente de los Estados Unidos”, según corresponde, etc. En colmo de males, este uso se ha difundido también en Nuestra América. En la presente obra combatimos la usurpación y proponemos a nuestros compatriotas hacer lo mismo. En concordancia con esta actitud, emplearemos los términos América y americano en el sentido exclusivamente nuestro empleado por los Libertadores, pues al reivindicar su legado no podemos adoptar el uso, arraigado hoy en nuestra conciencia autocolonial, y generalizado en todo el mundo, que concede a los estadounidenses la posesión exclusiva del nombre genérico del continente. Los términos norteamericano y estadounidense se emplearán como sinónimos.

HISPANOAMÉRICA, IBEROAMÉRICA, LATINOAMÉRICA

Hacia la época de la independencia América es ya corriente entre nosotros. Muy usual era el término español americano como sinónimo de criollo, el descendiente de españoles nacido en América. Según refiere el Inca Garcilaso en sus Comentario Reales, obra escrita en la España de fines del siglo XVI, el término criollo era utilizado por los esclavos africanos en España para designar a sus descendientes nacidos en el país, ya no auténticamente africanos. Estos negros criollos, culturalmente hispanizados, fueron conducidos a las Indias como valiosos auxiliares de los Conquistadores: aseguraban la logística, tomaban parte en combates, y por su extraño aspecto servían para atemorizar a los indígenas. Fueron así el origen del tercer factor étnico de Nuestra América. En su Prólogo a los indios, mestizos y criollos de los reinos y provincias del grande y riquísimo Imperio del Perú de su Historia General del Perú, Garcilaso escribe: “los criollos oriundos de acá [España], nacidos y connaturalizados allá [Indias]”, prueba de que el término ya era corriente en la época y tenía un significado preciso, que siendo sinónimo de no auténtico, insinuaba la menor valía del referido. Tal fue el caso de los españoles nacidos en las Indias.

Representación del mestizaje en un óleo de Juan Rodríguez Juárez (1720). La América indo-española es peculiar en que la mayoría de su población desciende de españoles, indígenas o una mezcla de ambos.

Representación del mestizaje en un óleo de Juan Rodríguez Juárez (1720). A diferencia de Brasil o Estados Unidos, la América indo-española (o hispano-indiana) es peculiar en que la mayoría de su población desciende de españoles e indígenas.

El término criollo ha desarrollado luego tal diversidad de significados que es prácticamente inservible fuera de este contexto histórico preciso, en el que se empleará aquí; por natural extensión lo emplearemos para denominar las capas de predominante ascendencia hispana que han ocupado lugar prominente en la instauración y dirección de la República. En este sentido emplearemos el término República Criolla a lo largo de la obra.

Americano era más extenso que criollo pues involucraba además a indios y mestizos; se empleaba también en sentido político mientras que criollo tenía un sentido eminentemente étnico y sociológico. En algunos pasajes de su correspondencia, Bolívar habla de los “españoles europeos”, y de los “españoles americanos”. Y en los documentos, arengas, proclamas de la guerra de independencia se opone el término americano a español; de ahí la falsa creencia que todo americano estuvo a favor de la independencia y todo español en contra. La realidad histórica muestra que en ambas filas militaron españoles, criollos, mestizos, indios, negros y curas, dando así a la contienda el carácter de guerra civil.

En los primeros tiempos de vida independiente de hablaba de la “América antes española”, y durante buena parte del siglo XIX, sobre todo en las primeras décadas, se emplearon en nuestro subcontinente los términos América y americano para designar a nuestra América y sus habitantes. La correspondencia de Bolívar es la mejor fuente de ejemplos de este uso.

Apenas obtenida la independencia de las colonias inglesas, el ministro español Conde de Aranda hablaba de “potencia Anglo-Americana”, “república federativa”, y por la inercia de las costumbre, de “Colonias Americanas”, lo que insinúa que por lo menos en el extranjero el gentilicio americano se asociaba ya en aquella época de preferencia al Norte; décadas más tarde incluso Bolívar lo utilizará alguna vez en este sentido.

Hispanoamérica e hispanoamericano se hicieron frecuentes durante el siglo XIX.

El término Iberoamérica evoca los lazos históricos de la Península Ibérica (España y Portugal) y América; comprende pues Hispanoamérica más el Brasil, y su uso está generalmente limitado a expresar este significado histórico.

El movimiento que ha encontrado expresión en las Cumbres Iberoamericanas podría llamarse Iberoamericanismo. Obedece a las tendencias aglutinantes fomentadas por la globalización y, a diferencia del Panhispanismo, carece de un fondo doctrinario como expresión de la secular rivalidad de latinos y sajones, según prueba la cooperación del jefe de gobierno español  Aznar con los Estados Unidos en detrimento de Venezuela, origen mediato del famoso altercado del rey Juan Carlos con el Presidente venezolano Hugo Chávez en la Cumbre Iberoamericana de 2007; además está ampliando  el círculo de sus asociados y evolucionando hacia una organización de tipo Commonwealth, es decir, de inspiración pos colonial.

El nombre América Latina, con su mayor amplitud, pretende involucrar la contribución de otros países de cultura latina, en especial Francia, al desarrollo cultural de América. En este sentido comprende países como Brasil y Haití. Es decir, no es sinónimo de Hispanoamérica, y es hoy el nombre más usual de nuestro subcontinente. Suele extendérselo en forma impropia a países sin filiación latina pero contiguos a la zona latina de América.

Según una fuente extranjera que ha hecho fortuna en nuestros círculos intelectuales, en general poco enterados de la propia historia y siempre propensos a una respetuosa adopción de las ocurrencias ajenas, el nombre América Latina fue creado en Francia durante la década del 1860 en el contexto del imperialismo francés. Sobre semejante absurdidad diremos algo en un capítulo posterior. El nombre América Latina se puede detectar en Hispanoamérica ya en los años 50 del siglo XIX en el contexto de la expansión territorial de los Estados Unidos. La rivalidad de Norte y Sur se veía como una prolongación de la rivalidad histórica entre razas latina y germánicas; de ahí que diversos autores hispanoamericanos emplearan este nombre en expresiones tales como “la raza latinoamericana”, “unidad de los pueblos de la América latina para enfrentar el avance anglosajón”, “el peligro de la absorción de la raza latina por la anglosajona”, etc. Las razones esenciales de la creación y persistencia de este término son pues la filiación latina de nuestra cultura, la secular rivalidad de latinos y sajones, y el imperialismo estadounidense, no el francés.

América Latina, Latinoamérica atestiguan nuestra filiación con la cultura universal clásica latina; e indolatino, frecuentemente empleado en este estudio, expresan la grandiosa fusión de las culturas autóctonas con la cultura latina.

Resumiendo y fijando ideas: un natural de Hispanoamérica es hispanoamericano y a la vez iberoamericano y latinoamericano; pero un latinoamericano no es necesariamente hispanoamericano pues puede ser haitiano o brasileño.

No teniendo los hispanoamericanos historia común con haitianos o brasileños, ni habiendo estado unidos, no es pertinente hablar de reunificación latinoamericana, de modo que la Reunificación sólo puede ser hispanoamericana.

HISPANOAMERICANISMO

La independencia fraccionó el Estado Indiano –la tricentenaria unidad política y económica de Hispanoamérica. La comunidad de origen, historia, cultura y destino permanece como invalorable legado y razón del anhelo, de la idea y de los intentos de Reunificación. Este bagaje histórico-cultural forma el contenido del Hispanoamericanismo.

Los dos Congresos Americanos (Lima 1847-1848 y 1864-1865) fueron una auténtica expresión del Hispanoamericanismo, dado que la participación estaba reservada a nuestros países, y la agenda a sus asuntos; en este hecho y en el espíritu de unidad que les dio origen y aliento reside su valor, que fue sólo simbólico pues no tuvieron resultado práctico alguno.

El hecho que estos encuentros se llamaran oficialmente Congreso Americano –es decir, que no se hubiera aceptado el monopolio de América por los estadounidenses- revela que el espíritu de la Independencia estaba todavía presente en Nuestra América; fue además reforzado por la intervención europea, móvil de su convocatoria.

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