Donde se extravió el sueño hispanoamericano

«las Cortes de Cádiz fueron un auténtico campo de entrenamiento en los principios liberales y de derecho constitucional, y para Hispanoamérica tendrían el valor de una provechosa experiencia a la hora de reflexionar sobre sus propios destinos políticos. El trasplante de ideales e instituciones se debió, en buena medida, a personajes que participaron activamente en la gesta patriótica peninsular, y que pusieron luego aquella enseñanza al servicio de las nacientes repúblicas americanas»

Artículo de Xavier Reyes Matheus, articulista y director académico de Rangel (Redes para la Acción de Nuevos Grupos de Estudios Latinoamericanos) y secretario general de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad de la Comunidad de Madrid. Publicado en el sitio web de la revista Mercurio Panorama de Libros.

Fernando VII jura la constitución de Cádiz en 1820 en el Palacio María de Aragón, de Madrid, Fernando VII jura en 1820 la Constitución de Cádiz, cuando el ejército que iba a sofocar las rebeliones de América se rebela antes de partir en Cabezas de San Juan.

Fernando VII jura la Constitución de Cádiz en la sesión de apertura de las Cortes celebrada en el palacio María de Aragón (Madrid) en 1820, cuando el ejército que iba a sofocar las rebeliones de América se rebela antes de partir en Cabezas de San Juan (Grabado de autor anónimo del siglo XIX).

Vinculada en América a la monarquía despótica de Fernando VII, la Constitución de 1812 ha tardado en ser reconocida por sus valores políticos entre nuestros hermanos del continente

Solo en época reciente la Constitución española de 1812 ha empezado a encontrar su sitio en la historiografía hispanoamericana, después de figurar por mucho tiempo entre los malvados de la película. Naturalmente, se trataba de un guión épico elaborado por los regímenes que allá levantaron la república, y que han modelado sus imaginarios nacionales con lujo de recursos iconológicos y narrativos. A tal efecto, los que militaron bajo la bandera de la Pepa son simplemente “realistas”: una voz que no distingue nada sobre valores políticos, pues el sistema monárquico era defendido a la vez por absolutistas, afrancesados y liberales. Absolutista era el Fernando VII que aglutinó la voluntad patriótica española, y así ha quedado juzgada en América la causa que lo tomó por símbolo: luchar por semejante rey era hacerlo, necesariamente, por la opresión de los súbditos. No era cuestión, entonces, de adjudicar la pasión de la libertad a los que habían hecho la revolución liberal en España, sino a los libertadores del suelo donde debía reconocerse la patria.

Por otra parte, y a pesar de su optimismo para instaurar un sistema de derechos ciudadanos bajo la dirección de aquel déspota incorregible, ya los propios liberales españoles adivinaron que sería muy difícil contar, en tal empresa, con la adhesión de los dominios americanos. Agustín Argüelles, quizá el más connotado de entre los “padres” de la Constitución gaditana, lo confesó sin ambages. Por supuesto —reflexionaba el asturiano—, los reclamos frente al abuso del poder real eran semejantes en criollos y peninsulares, y los hacían coincidir en muchas de sus demandas. Pero “algún día” la hora de la independencia iba a sonar inevitablemente en la América hispana, y era preciso prever “la tendencia natural a la emancipación que tienen las familias llegadas a la edad adulta”.

Lo mismo admitía José Manuel Vadillo, liberal andaluz que en 1829 publicó uno de los pocos libros dedicados en España al tema de la secesión de Hispanoamérica. Según su criterio, las Cortes de Cádiz habrían podido representar para el nuevo continente un mecanismo de transición, útil para ponerlo sobre la ruta de una emancipación pacífica. No hay duda de que Vadillo idealiza hasta la candidez el régimen constitucional de 1812, pues afirma que con él España otorgaba a América “garantías sólidas contra todo efecto de corrupción en el Gobierno, y medios eficaces para la sucesiva prosperidad que debía indefectiblemente traerle la emancipación de un modo tranquilo y ordenado, y por consiguiente más útil a ella misma que el de las revoluciones sanguinarias y anárquicas”.

La realidad, en cambio, fue que el frágil orden basado en la Pepa no pudo dar a nadie las “garantías sólidas” y los “medios eficaces” que decía Vadillo. Perdido en la bifurcación de la historia contrafactual, aquel plan de concordia y prudencia corrió la misma suerte de los proyectos ilustrados que, todavía bajo el Antiguo Régimen, habían querido transformar la caduca Monarquía en un imperio moderno. El conde de Aranda había aconsejado a Carlos III dividir el territorio americano en tres grandes reinos satélites de España, que gobernarían príncipes reales mientras el monarca podría reservarse la dignidad de emperador. Y ya en 1811, entre las deliberaciones de las Cortes de Cádiz, el diputado Miguel Ramos Arizpe, representante de Coahuila, redactó una Memoria en la que proponía un sistema de gobierno autonómico para las Provincias Internas del oriente mexicano, de modo que contasen con una junta superior ejecutiva, diputaciones provinciales y amplias facultades concedidas a los cabildos y corporaciones municipales para resolver sus propios asuntos. La cuestión del federalismo estaba en boga por influencia de la Constitución norteamericana, y he ahí una ironía de la historia: si en la articulación de las relaciones entre España y América habría debido ser un debate clave, fundamental para la búsqueda de una fórmula de entendimiento, apenas nadie le dio importancia. En cambio el modelo territorial iba a transformarse en un crónico casus belli en el orden interno de uno y otro lado: en las repúblicas hispanoamericanas, con las montoneras enfrentadas de “unitarios” y “federales”, signo epidémico del siglo XIX; en España, algo más tarde, con el auge de los nacionalismos. Los mismos que, aún en nuestros días, e incluso sobre el esquema sociopolítico que tan eficazmente ha avanzado por caminos de libertad y de desarrollo, siguen proyectando la incomprensible sombra del Estado fallido.

ESCUELA DEL LIBERALISMO HISPANOAMERICANO

No obstante, las Cortes de Cádiz fueron un auténtico campo de entrenamiento en los principios liberales y de derecho constitucional, y para Hispanoamérica tendrían el valor de una provechosa experiencia a la hora de reflexionar sobre sus propios destinos políticos. El trasplante de ideales e instituciones se debió, en buena medida, a personajes que participaron activamente en la gesta patriótica peninsular, y que pusieron luego aquella enseñanza al servicio de las nacientes repúblicas americanas. Ramos Arizpe precisamente, que tanto insistió en Cádiz sobre la creación de las diputaciones provinciales, fue un caso emblemático: tras la vuelta de Fernando VII y la restauración absolutista, sufrió la suerte de los liberales españoles y pagó seis años de prisión en la Cartuja de Valencia, hasta que el pronunciamiento de Riego lo restituyó a la Cámara. Pero en 1822 volvió a su México natal, donde se convirtió en el cerebro del plan para derrocar a Agustín Iturbide, que se había hecho proclamar emperador. Reunido el Congreso, Ramos Arizpe presidió la comisión de Constitución, impulsando desde allí el modelo federal con separación de poderes que quedó al fin plasmado en la Carta Magna del 4 de octubre de 1824, bajo la cual tomaban forma los Estados Unidos de México.

En Chile no fue ya un americano presente en Cádiz, sino un natural de la ciudad andaluza, quien asumió la vanguardia del constitucionalismo. José Joaquín de Mora había tomado el camino del exilio al término del Trienio, y al llegar a la nación austral en febrero de 1828 creó el periódico El Mercurio, desde el que se dedicó a favorecer la causa de la instrucción pública. Su mujer fundó el primer colegio femenino del país, y él mismo, en enero de 1829, fue el artífice del Liceo de Chile. A Mora puede considerársele el autor de la Constitución chilena de 1828, donde influyeron decisivamente sus criterios sobre tolerancia religiosa, abolición de los mayorazgos, libertad de prensa y prohibición de la reelección inmediata del presidente de la República. Recogidos luego en la Constitución de 1833, estos principios echaron las bases de la institucionalidad chilena, que aún hoy representa un admirable ejemplo para la región.

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