«el hispanoamericano existe con irrefutable realidad, es reconocible a poco que se lo vea aparecer y actuar, y se escuche su voz y se atienda a su pensamiento. Individual o grupalmente distintos unos de otros como cualquier sociedad al fin, tiene con sus coterráneos un perceptible aire de familia, una marca común en su estilo de vida, en su manejo del lenguaje, en su trato con los demás, en su intención existencial, que lo caracteriza y distingue»
Capítulo 6 y último del ensayo titulado «Viaje por el alma hispanoamericana», del escritor y crítico literario Carlos Loprete, que mereció el premio literario «La Nación» (Buenos Aires, 1992).
El hombre nunca está definitivamente hecho. Con más acierto puede mirarse como una entidad en continua actividad, un proceso antes que una obra concluida, un vivir creándose a sí misma en cada circunstancia. ¿No habría acaso un margen para la espontaneidad en ella?
El hombre hispanoamericano le agrega un matiz de originalidad, quizá porque su juventud histórica se lo impone. Su alma está interferida por inserción de componentes exógenos de múltiple procedencia, que no han tenido tiempo para acrisolarse en un nuevo metal, de fundirse en una entidad que armonice mejor con el mundo contemporáneo, pero que el mismo tiempo no lo obligue a renegar de su estirpe, su tradición y su valoración de la realidad. Esta insofocable obstinación en autoanalizarse en la búsqueda de su propia imagen histórica ha convertido al hispanoamericano actual en un ejemplar en polémica consigo mismo, pero irreductible y autónomo, gobernado desde adentro, con sus específicas excelencias y falencias.
Biológicamente podría diferenciarse entre un hispanoamericano afroamericano (africano puro o cruzado), extendido por el Caribe, norte de Brasil y tierras bajas de Colombia, Venezuela y algunas regiones costeras de Centroamérica; un indoamericano (indio y europeo), preponderante en los países andinos, desde el norte de Chile hasta México, y un euroamericano, primordialmente criollo o inmigrante, establecido en el sur de Brasil, Uruguay, Argentina, centro y sur de Chile, y Costa Rica. Ninguna de estas particiones antropológicas existe en reductos o enclaves exclusivos, geográficamente clausurados, ni está aislada por fronteras sanguíneas o de piel, al punto que resultaría imposible hacer el retrato de un hispanoamericano biológicamente típico o representativo de un determinado país. Tan hispanoamericanos son Juana Inés de la Cruz, como lo son Benito Juárez, Rubén Darío, Nicolás Guillén, Ernesto Sabato, Octavio Paz y Pablo Neruda. Acabar con la superstición histórica de una identidad fundada en la somaticidad es una exigencia cultural de nuestra época. Las diferencias unen tanto como las semejanzas.
En el siglo XIX se constituyen las nacionalidades del continente y surge el concepto de país, frontera y pabellón nacional. La América hispánica se fragmenta en naciones independientes y el sueño del libertador Bolívar de constituir una confederación de países hermanos, involucrados en un mismo espíritu nutricio, se frustra para siempre: “Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tienen un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, deberían por consiguiente tener un gobierno que confederase los diferentes Estados que hayan de formarse; mas no es posible, porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes, dividen a la América”, confesaba en su conocida carta “a un caballero que tomaba gran interés en la causa republicana en la América del Sur”, escrita en Jamaica (6 de septiembre de 1815).
Fue una utopía, casi como la de los países ideales imaginados por Tomás Campanella y Tomás Moro. La solidaridad con el prójimo concreto es más fuerte que la solidaridad con la raza genérica y distante. Las ondas de la piedra que cae al agua se debilitan y desvanecen a medida que se extienden. Sucede como con el amor y con el odio. Es difícil amar al planeta Tierra tanto como a la tierra natal.
El natural y espontáneo concepto de patria, sentimiento instintivo, contribuyó a desmembrar el imperio de Carlos V y Felipe II, y terminó por hacernos argentinos, peruanos, venezolanos o mexicanos. Era lo natural, si hemos de atenernos a lo que viene en la carne humana y se robustece en la leche materna. Bueno es que el hombre ame a su tierra, y no hay pecado en ello.
A las diferencias biológicas e históricas hay que agregar las culturales. Cada país es un conjunto integrado por diferentes subculturas, provenientes de sustratos acumulados a través del tiempo, préstamos asimilados de otras naciones o creaciones originales de los naturales. Ninguna cultura nacional es autónoma en términos absolutos ni siquiera las aborígenes, ni tiene títulos suficientes para reclamar pureza originaria ni exclusividad de las excelencias. Tampoco la tiene para pretender por sí sola la representación total de lo nacional.
La Argentina, por ejemplo, tiene escasísimos ingredientes indígenas, bastantes hispánicos y muchos europeos, en particular franceses. Ha creado, en cambio, una subcultura gauchesca o del cuero, un teatro sainetista autóctono y una parcialidad artística en torno al tango y el lenguaje lunfardesco. Su españolismo se ha diluido con los años en un europeísmo más amplio, y sus supervivencias se concentran más bien en lo psicológico y en la persistencia de ciertos usos sociales y formas de entender la vida.
En el caso de México, los sustratos culturales toltecas, aztecas y mayas han conformado una rica y abrumadora masa de arquitectura, escultura, literatura y tradición espiritual que difícilmente el tiempo podrá anular. La ocupación francesa de Maximiliano, su vecindad con los Estados Unidos y su capacidad de absorción de la modernidad, le han permitido obtener una peculiar culturalización simbiótica. Las obras de los muralistas Orozco, Tamayo, Rivera y Siqueiros y la riqueza de la Literatura de la Revolución son una irrefutable demostración de las enriquecedoras confluencias espirituales. En Perú, la herencia incaica sanguínea ha sido caracterizadora de su literatura de cholos, tanto como su antigua grandeza virreinal.
Aunque la antropología, la historia, la economía y la psicología demuestren que no existe un hispanoamericano ideal y único, la finitud semántica del lenguaje no tolera lamentablemente otra forma de expresión que la tajante y generalizadora. Decir “hispanoamericano” es ya de por sí una abstracción lingüística, y a partir de esta reserva es posible valernos del vocablo con escaso margen de imprecisión. El verdadero problema radicaría en determinar si las diferencias regionales son de tal entidad que neutralicen la aplicación continental del vocablo.
La identidad de lengua, de religión, de historia, de aspiraciones vitales, de actitud ante la realidad y otras, o dejan lugar a dudas sobre esta identidad. El analista extranjero vacila al recorrer los mares, las montañas y caminos del vasto continente, y comprobar los inagotables legados indígenas, las incontables combinaciones raciales, el distinto grado de evolución cultural, el carácter nacional de cada pueblo, las querellas históricas y políticas entre países, las disimilitudes físicas de los pobladores, las variaciones mentales.
Aun así, el hispanoamericano existe con irrefutable realidad, es reconocible a poco que se lo vea aparecer y actuar, y se escuche su voz y se atienda a su pensamiento. Individual o grupalmente distintos unos de otros como cualquier sociedad al fin, tiene con sus coterráneos un perceptible aire de familia, una marca común en su estilo de vida, en su manejo del lenguaje, en su trato con los demás, en su intención existencial, que lo caracteriza y distingue.
Igualdad no es uniformidad. Un hispanoamericano individual es entonces un hombre característico, llámese Miguel Ángel Asturias, Jorge Luis Borges, Vargas Llosa, García Márquez o Cortázar. Coincidirá con los demás mortales en sustantividad y naturaleza humana, y coincidirá con los restantes hispanoamericanos en los atributos comunes que le confieren su nacimiento, un espacio y un tiempo compartidos, pero necesariamente será distinto de un europeo o asiático. Ni mejor, ni peor; sólo distinto.
Sin embargo, el hombre hispanoamericano no se siente por lo regular apreciado en su justa dimensión. Significativo ejemplo de esta incomprensión y prejuicio es la frase de un pensador foráneo de prescindible saber: “Para mí un latinoamericano es un latinoamericano, y un anglosajón un anglosajón. Así la vida es más fácil”. Dejando a un lado el desdén implícito en esta afirmación, su precariedad científica no resiste el menor análisis.
No es una idea novedosa ni siquiera moderna. El desdén o la indiferencia acreditan una vetustez casi tan larga como la del continente. Bastaría para demostrarlos la enumeración de epítetos peyorativos usados: salvajes, bárbaros, indios, indianos, bon sauvage perpetuados más adelante por los de rastacouéres, nouveaux riches, y actualizados en estos tiempos por los de sudacas, peruanitos y otros. Según esta mentalidad, los argentinos son ches, por su peculiaridad lingüística, argies, por su “insolencia” en la Guerra de las Malvinas, y vuoitornà por su nostalgia cuando el destino los relega al exilio. La desconsideración con los mexicanos es notoria en las denominaciones de pachucos, chicanos, mojados. Dicho sin eufemismos cautelosos, sugieren la idea de individuos de segunda clase.
No todos suscriben esta opinión. Muchos guardan silencio. Para algunos, el hispanoamericano es un asunto marginal, remoto, de poca o ninguna relevancia. Están preocupados por sus propios pueblos y observan con mirada imperial a los pobres e incultos descendientes de indígenas y españoles. Dan la impresión de estar cansados o apabullados por el espectáculo de tantos millones de desvalidos y no atinan a encontrar los modos de la solidaridad. ¿Qué hacer con ellos? Son muchos, muchísimos, tienen débil la voluntad, trabajan menos que nosotros, se niegan a aceptar la realidad, son remisos a cambiar, suplantan la acción por la discusión y se muestran problemáticos cuando se trata con ellos. No han encontrado todavía la propia identidad, son históricamente antiguos y culturalmente retrasados. Viven en la turbulencia social, se movilizan dentro de estructuras sociales agotadas y aunque despotrican contra ellas, se resisten a depurarlas.
Encuentran inteligencia y tesón en individuos aislados y excepcionales, y optan por dialogar con ellos. Pero el hispanoamericano avisado percibe estos razonamientos ocultos observando con atención las comisuras labiales y el entrecejo de su interlocutor extranjero. Se produce entonces en el despechado un desajuste moral, quiere explicarse o rebelarse, no comprende que subsistan estos prejuicios quinientos años después. Recurre así al trabajo esforzado, cumple con rigor sus obligaciones, pronuncia conferencias y escribe libros, pero termina por aceptar que la resolución de los prejuicios requerirá tiempo todavía.
Paralelamente, sin embargo, conviven en el alma hispanoamericana emociones afirmativas que resisten el embate de las diatribas y sacan a flote la conciencia del propio valor. No serán en cierto sentido los méritos estimados por los triunfadores nórdicos ni los adecuados para el éxito económico en una civilización técnica, pero son valores dignos de respeto. Muchos extraños los consideran como una manifestación elemental del orgullo avasallado, una especie de elación compensatoria, casi como un antídoto contra el fracaso o la frustración. Toleran con urbanidad los arrestos de suficiencia de sus interlocutores, pero descreen de ellos. En los recovecos de su inconfesada incredulidad piensan que no son en definitiva otra cosa que restos de la altivez hispánica, del honor medieval del conquistador ibérico transformado en mito y superstición. Mecanismos defensivos de la personalidad, conscientes o inconscientes, dicho en lenguaje freudiano.
Cuando el hombre presiente que un conflicto existencial amenaza su seguridad llama en su auxilio a las reservas de su personalidad para no caer en la derrota. Pisa fuerte, levanta la voz y proclama sus verdades en procura de comprensión y asentimiento. Sobreviene la protesta si su palabra no es atendida y su verbo se convierte en grito y acusación. Si en una época fuimos indios, en otra cholos y mestizos, y ahora sudacas, en todas dimos testimonio de nuestras propias virtudes.
La serie de imputaciones delatoras generadas fuera del continente parecen no tener fin: no hemos salido del estado patriarcal; somos políticamente turbulentos; preferimos las óperas a las fábricas, la política a los negocios; nos conformamos con gozar de la naturaleza en vez de dominarla; tenemos repugnancia por el trabajo manual; no somos socialmente democráticos y hacemos ostentación de las diferencias, el lujo y las riquezas; tenemos proclividad a las humanidades y al arte que a la ciencia y la técnica; nos negamos a quebrar el sistema de clases; creemos más en la familia que en la sociedad; somos ceremoniosos y formales; somos buenos amigos y malos socios; somos susceptibles ante la indiferencia o los prejuicios extraños; nos placen las fiestas, los espectáculos, las efemérides y el vestir elegante y vistoso; estamos dominados por un idealismo frenético; somos incongruentes y desajustados internamente: insatisfechos, frustrados, descreídos, irónicos, impredecibles, poco confiables; sentimos la necesidad de ser originales, y sobre todo, vivimos en contradicción con nosotros mismos porque somos espontáneamente de una manera y necesitamos vivir de otra.
Tal es la condición polémica en que está instalada el alma hispanoamericana actual. El hombre de la calle, peruano, venezolano o de cualquier oriundez que sea, quizá comprenda poco este fenómeno: únicamente lo sobrelleva o soporta. Mientras tanto, reacciona instintivamente con exageraciones, resentimiento o resignación, y así prosigue su camino. A su lado, otros congéneres más lúcidos se internan por bibliotecas, foros y universidades con sus esperanzas puestas en el poder de la inteligencia y de la razón.
La elección de una alternativa satisfactoria parece no admitir más dilación. El caso hispanoamericano no es un hecho aislado, sin conexión con la historia universal. La mundialidad lo incluye porque forma parte de la familia humana y es inexorable que piense como tal. Pero al mismo tiempo, sería ingenuo pensarse sin originalidad, sin particularidad.
Si hemos de asumir el compromiso de reencontrarnos a nosotros mismos, la aceptación de la realidad es inevitable, por discutible o dolorosa que pueda sernos. Ya nos arrepentiremos si nos equivocamos, ya nos explicaremos si fuimos incomprendidos, ya nos enorgulleceremos si acertamos en las soluciones. Como seres humanos estamos involucrados entre el acierto y el error, entre el querer y el merecer, como todos los individuos, como todos los pueblos.
Para un hispanoamericano, percibirse sólo como un individuo puede conducirlo al desinterés egoísta del prójimo; pensarse únicamente como miembro de un grupo nacional o racial lo llevaría a un ilusorio aislamiento en la historia; y considerarse nada más que como un ser genérico puede proyectarlo a una entelequia filosófica o ideológica, desentendiéndolo de su contexto existencial.
En su triple condición de individuo, de partícipe de una determinada comunidad y de integrante de la humanidad, el hispanoamericano se sitúa en un triángulo de compromisos que necesita armonizar en una síntesis fecunda, sin obligación de optar dialécticamente por una de ellas, poniendo término de una vez por todas a la onerosa y centenaria falacia sanguínea.
Quedan a nuestro cargo tres compromisos: reanalizar el pasado, asumir el presente e incorporarnos al futuro.
Para lo primero, es necesario depurarnos de los errores cometidos en cualquier época, sin complejo de inferioridad pero también sin falso orgullo, como las injusticias, el analfabetismo, las turbulencias políticas, las tendencias a la violencia, las intolerancias espirituales, los resquemores regionales y los rencores históricos, liquidando al mismo tiempo los mitos y los pensamientos mágicos que de poco nos han servido. Somos biológicamente un crisol de razas; históricamente antiguos y modernos, y culturalmente, una integralidad de elementos indígenas, hispánicos y europeos. De esa inagotable cantera nos hemos nutrido y de ella podemos rescatar los valores del pasado utilizable, vivificándolos con la originalidad de nuestra propia inteligencia y no sofocándolos en la vergüenza, la incongruencia y la confusión.
Para lo segundo, debemos asumir la realidad pasada y la presente; aceptar que el futuro es inevitable y no podemos movernos dentro de estructuras agotadas o estériles, y comprender que la vida de un pueblo no está nunca acabada, pues es un continuo movimiento hacia adelante. A partir de esta premisa estaremos habilitados para disponernos al cambio y a la innovación, con determinación razonada y autónoma, sin caer en el conformismo del vencido, el ritualismo hipócrita, el apartamiento egoísta o la violencia homicida.
Por último, y para no perder el ritmo histórico y vernos reducidos al papel de espectadores pasivos, es necesario definir un proyecto de futuro que se ajuste a nuestro ideal de vida, sin utopías, con sensatez y audacia, comprendiendo que hay tres futuros: el probable, el preferible y el posible, y que este programa implica una antropología del hispanoamericano deseado, el reconocimiento de la mundialidad del fenómeno histórico venidero y una clara definición de los valores que elijamos para nuestro destino.
No hubo culpa en ser indio, ni la hubo en ser español. Tampoco la hay en ser hispanoamericano. Erich Fromm ha recordado en uno de sus ensayos las palabras del profeta Isaías que me complace repetir: “…todas las naciones son amadas igualmente por Dios y no hay hijos favoritos”.