Los Estados Unidos de Hispanoamérica

«Lo que realmente viene a primer rango de urgencia es la constitución de un gran superestado, que no vacilamos en llamar Estados Unidos de Hispanoamérica. Es la confederación de hecho que ha de pasar a ser de derecho. En deuda con la historia estamos desde 1810 en este punto. Y por no haber saldado esa deuda, hemos sido pasto fácil de todos los imperialismos»

Diseño en azul con estrellas de la Cruz de San Andrés, enseña emblemática de la Hispanidad

Diseño en azul con estrellas de la Cruz de San Andrés, enseña emblemática de la Hispanidad

El siguiente texto es un fragmento de «Los Estados Unidos de Hispanoamérica», del catedrático y académico colombiano José Galat.

Con los acontecimientos de la guerra anglo-argentina por las Islas Malvinas, súbitamente volvió a cobrar vigencia un tema que parecía superado: Panamericanismo o Hispanoamericanismo. La disyuntiva se plantea cíclicamente en el continente. La primera vez, con ocasión del célebre «Congreso Anfictiónico» celebrado en el año de 1826 en Panamá. Bolívar lo había concebido en sus sueños de gloria. El 7 de diciembre de 1824 redactaba la formal «Invitación a los gobiernos de Colombia, México, Río de la Plata, Chile y Guatemala a formar el Congreso de Panamá».

En el importante documento bolivariano apunta ya con diáfana claridad el proyecto de realizar lo que podría llamarse Confederación de los Estados Unidos de Hispanoamérica. Aunque este nombre no aparece entonces, la idea sí, pues «… es tiempo ya de que los intereses y las relaciones qué unen entre sí a las repúblicas americanas, antes colonias españolas, tengan una base fundamental que eternice, si es posible, la duración de estos gobiernos».

Del destino implícito al manifiesto.

El Libertador no tenía dudas al respecto: Se trataba de formar de modo explícito una confederación con «… las repúblicas, que de hecho están ya con federadas». Podría decirse que Bolívar tenía la clara visión de la necesidad de convertir nuestro destino implícito en destino manifiesto. Para ello era indispensable formalizar la voluntad de unión y proyectarla en una arquitectura jurídico-política. Esta debería ser algo así como un superestado federal.

La idea bolivariana de constituir una Gran República con todas las ex colonias españolas, no surgía por azar en 1824, Antecedentes significativos de ella se encuentran en el texto de la célebre Carta de Jamaica, escrita en 1815.

Bien es cierto que entonces Bolívar acaricia la idea, aunque es perfectamente consciente de las dificultades materiales de su realización: «Yo deseo más que otro ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme de que el Nuevo Mundo sea por el momento regido por una gran república: como es imposible, no me atrevo a desearlo…».

En la misma Carta de Jamaica, parece que el Libertador continuara deseando lo que no desea, porque más adelante vuelve con este nostálgico párrafo:

«Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un sólo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que han de formarse; mas no es posible, porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres semejantes dividen a la América. ¡Qué bello sería que el Istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos!»

La anfictionía frustrada

Lo que en 1815 parecía imposible al Libertador, en 1824 no lo será. De ahí la invitación a que atrás hicimos referencia, con el propósito serio de constituir la anhelada «Anfictionía» hispanoamericana. El vicepresidente Francisco de Paula Santander sería el encargado de ejecutar el designio grandioso del Libertador, pero también de desviarlo o desfigurarlo. Lo que en la mente de Bolívar era estricta y exclusivamente hispanoamericano, en la de Santander *se transformaba en panamericanismo.

En su proyectada «Anfictionía», Bolívar había hecho la expresa exclusión de Brasil, debido a que don Pedro I estaba en entendimientos con los monarcas europeos coligados en la «Santa Alianza» y en esta se asomaba el peligro de una eventual reconquista de las excolonias hispánicas por parte de España.

También había hecho otra expresa exclusión: la de los Estados Unidos de Norteamérica. Bien sabía el Libertador que esta nación trataría de remplazar a Europa en el ejercicio imperial. En carta al ministro inglés Campbell dirá: «Los Estados Unidos parecen destinados por la providencia para plagar a América de miserias a nombre de la Libertad». Bolívar no tragaba entero. Con visión genial se anticipaba al peligro, que más adelante habría de tornarse triste realidad.

Santander, pese a las expresas instrucciones de Bolívar de excluir a los Estados Unidos del Norte, se aparta de ellas y les cursa la respectiva invitación para que asistan al Congreso Internacional de Panamá de 1826. Ante esto el Libertador se ve obligado a tolerar el hecho cumplido, pero deja una constancia de su inconformidad en carta a Santander, fechada en Lima el 7 de abril de 1825, en la cual le declara en forma terminante: «Por lo mismo jamás seré de opinión de que los convidemos (a los Estados Unidos) para nuestros arreglos americanos».

Dos pertinancias en lucha.

El error de Santander, amargo en frutos para Indoiberoamérica, y especialmente para Hispanoamérica, ha sido pertinazmente mantenido por las clases dirigentes de nuestros países. Pero también la idea bolivariana se ha mantenido con la misma pertinacia cíclica. En 1880, otro hombre grande, Rafael Núñez, volvió sobre el viejo proyecto de reunir un congreso de países hispanoamericanos, con expresa exclusión de la nación yanqui. A cambio de esta iniciativa, lo que pocos años después se materializa es la amorfa organización llamada en 1910 «Unión Panamericana» y en 1948 «Organización de Estados Americanos» (OEA). Refiriéndose a la primera conferencia panamericana, reunida en Washington en 1889, de la cual habría de salir la arquitectura jurídico – política del nuevo centauro imperialista, escribió José de la Vega:

«Desde entonces cambia la orientación hispanoamericanista que había tenido en Sur América el movimiento hacia la federación continental. Todas nuestras repúblicas tienden al llamamiento de Washington y se dejan seducir por la voz de sirena que anuncia el panamericanismo. Se olvida la tradición, se olvida la raza, se olvida la cultura hispánica para rendir pleitesía a la continuidad geográfica, como factor de unión económica y de alianza política. Nuestros gobiernos se sometían al destino manifiesto, que era la protección de los Estados Unidos, disimulada bajo una enseña de confraternidad sin raíces en la conciencia y en el pasado de los pueblos ‘que engendró España» (José de la Vega, «El Buen Vecino», p. 230).

En las décadas del cuarenta y del cincuenta se recrudece la polémica hispanoamericanismo o panamericanismo. Pero los éxitos continúan siendo favorables a la causa estadinense. Así, en la práctica, se perfeccionan los mecanismos panamericanistas con instrumentos como el TIAR, o Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca. Por este pacto, los países del hemisferio se obligaron recíprocamente a auxiliarse en caso de agresión extra – continental contra uno cualquiera de ellos.

La agresión contra Argentina

Y viene el momento en que, efectivamente, uno de ellos, la Argentina, es agredido por una potencia extra-continental imperialista, la Gran Bretaña. ¿Y qué hacen nuestros supuestos protectores y fraternales aliados? ¡Coligarse con los agresores británicos! A la hora de la verdad, las potencias imperialistas se tapan con la misma cobija. Las disculpas, justificaciones, excusas e interpretaciones pueden darse a granel. Pero los hechos, los hechos tozudos de que hablara Lenin, permanecen ahí: Argentina fue traicionada por los Estados Unidos, ante la impotencia o el desconcierto de las demás repúblicas indoiberoamericanas y la complicidad de la república de Colombia. ¡Doloroso, pero cierto! Traicionamos la causa de la nación hermana,

La guerra de Argentina contra Inglaterra pudo haber sido, con toda probabilidad, la causa subjetiva del Presidente Fortunato Leopoldo Galitieri,que se valía del acontecimiento para apuntalar su desprestigiado gobierno y convocar en su favor la solidaridad de la opinión pública nacional y continental. Pero si no olvidamos la distinción escolástica de los finís operis (fines de la obra) y los finís operantis (fines del operario), bien podríamos ver que la subjetividad de Galtieri quedaba eclipsada por la objetividad de la nación argentina, cuya causa era y es inmaculada y justa: Las Malvinas son suyas, le pertenecen en legítimo derecho internacional.

La dominación inglesa sobre las Malvinas no ha sido sino el fruto de una agresión continuada que viene sucediéndose, al amparo de la fuerza, desde 1833. Por eso, después del fracaso de largos años de pacífica y paciente reclamación y de infructuosas negociaciones, Argentina resuelve ocupar sus territorios insulares, no puede decirse que sea «agresora», porque quien recupera lo propio no comete agresión. Así las cosas, mal podía el gobierno de Colombia, escudado en hipócritas consideraciones de tipo abogadil, que pretendían colar el mosquito de la «agresión» del 2 de abril, fecha de la ocupación de las Malvinas por las tropas argentinas, pero dejaban pasar el camello de la agresión continuada de Inglaterra por 149 años, negar su solidaridad a la vejada patria de San Martín.

La Disculpa Colombiana

Para disculpar el servilismo de la cancillería colombiana ante el imperialismo inglés, se nos dijo que no era prudente apartarse del «derecho» para apoyar el «acto’ de fuerza» argentino en la recuperación de las Malvinas, no fuera que por esta vía indirectamente diésemos el brazo a torcer a Venezuela y, sobre todo, a Nicaragua, en sus infundadas pretensiones sobre territorios de nuestro país.

Bien fuertes y razonadas son, sin embargo, las diferencias entre las dos situaciones y pueden brevemente resumirse así:

1. Tanto el archipiélago de San Andrés como la Guajira, forman parte integral de nuestra república bien antes de la independencia. Son propiedad nuestra en virtud del «uti possidetis juris» de 1810. Inglaterra, como es natural, desconoce la fuerza jurídica de la herencia colonial española. Pero esto no quita que Argentina se halle moral y jurídicamente bien amparada por el mismo principio que legitima ¡a soberanía de nuestros países sobre los territorios que tenían u ocupaban en el momento de producirse la independencia de España. Argentina, pues, es tan legítima dueña de las Malvinas, como nosotros de San Andrés y de la Guajira. Ambos títulos reposan básicamente sobre el mismo principio jurídico: la herencia colonial en el instante de la independencia.

2.Ningún acto de fuerza hubo jamásennuestra tranquila y pacífica ocupacióndelarchipiélagodeSan Andrés ni de la península de la Guajira. En cambio, en el caso de las Malvinas, como atrás se dijo, está no sólo la conquista y la adquisición territorial hecha por la violencia en 1833, sino la agresión continuada desde entonces hasta ahora, porque Argentina jamás se allanó al despojo y contra él ha reclamadoinvariablemente desde entonces.

Mientras la población de la Guajira es raizal y la del archipiélago de San Andrés nativa y bien mestiza, la de las Malvinas (unas 1.800 personas) fruto de un transplante de colonos ingleses, es decir, algo artificial. De añadidura, mientras los pobladores colombianos del archipiélago y de la península son ciudadanos de pleno derecho, los malvinensessontratadosconnotables desventajas frente a los metropolitanos.

Como si lo anterior fuera poco, tenemos tratados públicos tanto con Nicaraguacomocon. Venezuela,y «pacta sunt servanda».

Más diferencias hay aún que muestran cómo el apoyo colombiano a la Argentina de ningún modo hubiera menoscabado nuestro derecho frente a las pretensiones nicaragüenses ovenezolanas, pero no es el caso de alargar este artículo con su enunciación.

Airosa hubiera podido salir nuestra cancillería, si en vez de negar su solidaridad activa con la hermana austral, la hubiera dado con entusiasmo y franqueza y en el mismo acto hubiese dejado constancia de la diferencia de situaciones respecto a las Malvinas, por una parte y, por otra, nuestros territorios nacionales. Le hubiera bastado a Colombia esa constancia para «salvar los principios» y evitar la más mínima sombra de aliento a las eventuales aventuras de agresión contra nuestra soberanía.

El respaldo político, económico y hasta militar que los Estados Unidos de Norteamérica dieron a la operación de agresión neocolonial del Imperio Británico contra nuestra hermana en la cultura y en el destino histórico, ha hecho estallar virtualmente el engendro del TIAR y ha puesto nuevamente en plano de actualidad la vieja polémica hispanoamericanismo o panamericanismo y, como consecuencia de ella, la necesidad vital de desatar la disyuntiva en el sentido más favorable a los intereses de los países que se extienden desde el sur del río Bravo hasta la Tierra del Fuego.

Preguntas quemantes

Pero ahora hay más que un simple hispanoamericanismo. Lo que realmente viene a primer rango de urgencia es la constitución de un gran superestado, que no vacilamos en llamar Estados Unidos de Hispanoamérica. Es la confederación de hecho que ha de pasar a ser de derecho. En deuda con la historia estamos desde 1810 en este punto. Y por no haber saldado esa deuda, hemos sido pasto fácil de todos los imperialismos, comenzando por el estadinense. Unas preguntas reveladoras nos confirman de modo rudo, pero veraz, el aserto.

En la primera semana de julio del año que corre, tuvo lugar en Bogotá la «Primera Semana Latinoamericana de Intelectuales Católicos», convocada por el CELAM. Los que asistimos a este evento tuvimos la fortuna de oír de labios de Jaime Sanín Echeverri, nuestro Director de Arco y junto con Octavio Arizmendi Posada (Cfr. «Manifiesto a Hispanoamérica»), viejo paladín de la causa integracionista de nuestro subcontinente, las siguientes preguntas quemantes: «¿Se hubiera atrevido Gran Bretaña a guerrear por las Malvinas con Argentina, de haber sido ésta un Estado de los Estados Unidos de Hispanoamérica? (Y yo agrego: ¿y a su turno de haber sido los Estados Unidos de Hispanoamérica la contraparte confederada de una organización más amplia con los Estados Unidos del Brasil?). Y de haberse atrevido Inglaterra contra Argentina, ¿cuál habría sido el desenlace del conflicto? ¿Los Estados Unidos del Norte habrían podido ‘tomar a Panamá’ en 1903? ¿Hubieran osado cercenar el territorio mexicano en el siglo pasado?»

Estados Unidos de…

Las interrogaciones de Jaime Sanín, asaz incitantes e incitadoras, son punto de partida de muchas otras, que podríamos formular por cuenta propia, bien de modo complementario, bien a título de contraposición. En el primer sentido, serían pertinentes preguntas como ésta: ¿En vez de depender Argentina de los «Exocet» de Francia, que se negó a suministrarlos a nuestra hermana agredida, no estaría nuestra Confederación fabricándolos por cuenta propia?

Y las preguntas de contraposición, no son menos reveladoras: ¿Qué ocurriría a los Estados Unidos del Norte, si en vez de ser tales, fuesen los Estados desunidos del Norte? ¿Y qué si los del Brasil fueran también Estados separados? Obvias son las respuestas: Serían Estados débiles y, por tanto, fácilmente dominables.

Lo anterior basta para explicarnos, ahora sí, con abundancia de razones, lo que ha sucedido desde principios del siglo pasado y lo que desde entonces continuó sucediendo con los Estados desunidos de Hispanoamérica. La OEA quizás no esté mal. Esto, al menos, para USA. Pero ¿qué tal que en aquella flamante organización orfilesca la gran potencia del Norte no participara como un solo Estado, sino como una multiplicidad de 52 repúblicas soberanas e independientes? El peso específico de USA en la OEA no podría seguir siendo el mismo de ahora; apenas es necesario indicar que estaría automáticamente rebajado y descaecido.

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