La reconstrucción de Hispanoamérica [fragmento]

«cuanto más cerca de las fuentes, más personalidad; cuando más pasado, más patria (…) al afirmar nuestra personalidad autónoma hay que volver los ojos cada vez más resueltamente hacia la sangre hispana que, al mezclarse con la sangre indígena, impuso la realidad de la nueva América (…) Hay, desde el punto de vista del carácter, más diferencia entre dos provincias de Francia que entre dos repúblicas nuestras. Quien las recorra todas, de norte a sur, viajará sin cambiar de ambiente y aunque pase fronteras múltiples, tendrá la sensación de no salir del mismo país»

"Primera Misa en Santiago", óleo de Pedro Subercaseaux, 1904. Colección Museo Histórico Nacional (Chile)

«Primera Misa en Santiago», óleo de Pedro Subercaseaux, 1904. Colección Museo Histórico Nacional (Chile)

El siguiente texto es un fragmento extraído del capítulo II («El material humano») del ensayo «La reconstrucción de Hispanoamérica», obra póstuma del escritor, diplomático y político Manuel Ugarte, publicada por primera vez en 1961.

Las naciones se amalgamarán siempre alrededor de particularismos que concentran y no alrededor de generalidades que dispersan. No es posible crear nacionalidades sin nacionalidad. Nuestro punto de partida está en el cruce de caminos de la América autóctona con la conquista ibérica. La realidad étnica es esa. En cuanto a la realidad espiritual no puede ser otra que el idioma dominante y la cultura hispana que se sobrepuso. Así podemos decir: cuanto más cerca de las fuentes, más personalidad; cuando más pasado, más patria.

Desde mucho antes de apasionarme por los problemas de América y de observarlos con predilección fui, desde este punto de vista, nacionalista fervoroso, quizá porque tuve, como los pájaros, la intuición del derrotero. Pese a las variantes introducidas, se ha mantenido en el conjunto del continente ibérico la composición de los orígenes, y por encima de los fenómenos esporádicos, con nuestro material tendremos que construir.

Pero no ha de ser tampoco el indigenismo, preconizado por algunos en ciertas zonas, el que pueda servir de motivo inspirador. El indigenismo, o indianismo, significa regresión a la América precolombina y sólo puede tener curso como fantasía literaria. Hasta hace sonreír la simple hipótesis, porque cabe preguntarse en qué idioma se haría la campaña para exhumar ese pasado.

En nuestra América  triunfó en todos los aspectos la civilización de España sobre las civilizaciones aborígenes. El castellano se impuso en todos los órdenes como cartabón definitivo. Es al amparo de esa atmósfera, con las inevitable variantes que imponen tierra y época, que se ha de realizar la labor, tal y como la entendieron los iniciadores del separatismo.

Aunque difieran las circunstancias, el proceso de evolución de las antiguas colonias del Sur tiene que ser análogo al proceso de evolución de las antiguas colonias del Norte.

Los Estados Unidos, al separarse de Inglaterra, mantuvieron, con el idioma inglés, las fuentes iniciales de inspiración, los vínculos múltiples que sitúan o caracterizan a las corrientes humanas. Ellos también tuvieron que contar – en otra proporción, desde luego- con aportes divergentes. Recibieron, como nosotros, caudalosa y variada inmigración. Pero, pese al prurito independiente, de que siempre dieron prueba, continuaron evolucionando en el marco estricto de los orígenes anglo-sajones.

La nacionalidad se hace, sobre todo, con el espíritu. Hay una fuerza centrípeta que conglomera las voluntades alrededor de la modalidad, la costumbre, el acento, la emoción de un conjunto. Y esa fidelidad la conservaron los Estados Unidos sin tregua, porque comprendieron que al abandonarla se desmoronaba el conglomerado y peligraba, no sólo la construcción, sino toda acción futura en la historia. Así los vimos en la guerra unidos a la antigua metrópoli, más que por devoción, porque saben que están defendiendo, con el punto de arranque, la existencia misma de su núcleo.

Iberoamérica ha de sancionar también su rotación independiente ajustándose a las leyes superiores del sistema planetario al cual no puede dejar de pertenecer. Renegar del origen y dar un corte en la Historia es imposible, a menos de caer, a sabiendas, bajo la influencia de los interesados en alejarnos de nosotros mismos para atarnos a su dominación.

Claro está que al hablar de España sólo me refiero a los lazos culturales, a la consecuencia con el pasado, a la parte espiritual, equivalente a la que los Estados Unidos cultivan con respecto a Inglaterra. No cabe admitir las tentativas políticas de nueva conglomeración, ni las fórmulas ensimismadas y prescritas que fueron propiciadas en cierta hora desde Madrid. La geografía y el tiempo han creado matices diferentes y la fraternal unión será más efectiva cuanto más alto sea el plano en que logremos afianzarla.

Pero al afirmar nuestra personalidad autónoma hay que volver los ojos cada vez más resueltamente hacia la sangre hispana que, al mezclarse con la sangre indígena, impuso la realidad de la nueva América.

Ciertas prédicas tendenciosas han denigrado a España en todos los aspectos, creando leyendas sobre la crueldad de la conquista sobre el desamparo en que quedaron las colonias, sobre la dejadez de la estirpe, sobre su incapacidad para la vida. Influenciados por esa prédica llegaron algunos a formular la oprobiosa lamentación:  ”es lástima que no nos colonizaran los ingleses”, disparate suicida y confesión de pauperismo mental.

Sabemos que los imperialismos nos aconsejaron siempre lo contrario de lo que ellos hacían. (Muy modernos en todo, pero se desarrollaron sin debates de sociología libresca). Nos indujeron a contraer empréstitos en el extranjero, mientras ellos los evitaban desde los orígenes de su fundación. Fomentaron las guerras entre las antiguas colonias españolas, mientras ellos ahogaban sin réplica el primer intento divisionista. En el caso de España ocurre lo mismo. Mantienen y cultivan los lazos que los unen a sus orígenes, pero hacen cuanto es posible para aflojar los nuestros. Para ellos lo que conglomera. Para nosotros lo que disuelve. Aprendamos a hacer lo que nos favorece y no lo que nos perjudica.

La fuerza de un pueblo consiste en sacar partido de las propias distintivas, a veces de las propias inferioridades. Si un oso se empeña en pasar por león, sólo conseguirá perder, como oso, la eficiencia de sus fórmulas de defensa, sin adquirir en ningún modo las particularidades que envidia. Cada especie tiene dentro de su medio, procedimientos especiales de desarrollo, preservación o acometividad que derivan  de su composición y que le ayudan a perdurar, es decir, a defender su esencia, sin intentar el imposible de cambiarla por otra.

Claro está que la importancia que hemos de dar al componente hispano como andamiada principal y primer aglutinante en la afirmación definitiva del material humano de Iberoamérica, no excluye el interés especial con que se ha de mirar al componente nativo, cuyo volumen gravita inevitablemente sobre el porvenir.

Es demasiado simplista la concepción de los que borran al indio del mapa y resuelven despectivamente que en ninguna forma puede ser utilizado.

Olvidan que desde hace cuatro siglos se le utiliza y que se le sigue utilizando actualmente. De alguna manera salen de la tierra y llegan hasta los barcos los minerales de Chile o de Bolivia, el petróleo de Venezuela, el café de Colombia o de la América Central. Como en los tiempos coloniales, es el nativo el que hace sudar al suelo sangre de oro. En tan dura faena no participa la inmigración, que se amontona en las ciudades. No intervienen las oligarquías, que sólo aspiran a puestos políticos o empleos en la administración. Si nuestra América exporta millones de toneladas, es porque el indio y el mestizo lo hacen posible. La caña de azúcar, el banano, el salitre, el cacao, las maderas preciosas, cuanto brota de nuestra América por todos los poros, pasa por la manos del nativo, mal pagado y mal nutrido, que extrae, manipula o lleva sobre sus espaldas la riqueza que se va.

La forma en que es retribuido y el estado miserable en que se encuentra no clasifican su eficacia. Servirán, cuando más, para apreciar la avidez de los que lo emplean. El no ha fijado el bajo jornal, no ha elegido la vivienda malsana, ni se ha decretado a sí mismo la alimentación insuficiente y los harapos en que va envuelto. Sería absurdo que las injusticias que le hieren se trocaran en argumentos contra él. Cabe imaginar, por el contrario, que si con nutrición escasa y salario desalentador ha trabajado como hasta ahora, mucho más puede hacer colocado en situación favorable desde el punto de vista material y moral.

Si hubo degeneración física, ignorancia o descorazonamiento fue como resultado de las circunstancias. Al levantar el nivel de vida, al darle escuelas, al dignificarlo por la estimación, el indígena puede superarse en poco tiempo, incorporándose realmente a la nacionalidad.

Todos sabemos que la conquista encontró un Continente dividido en naciones de cultura desigual. A imagen de las de Europa, estas naciones se hacían la guerra o evolucionaban ajenas las unas a a las otras. En las vastas extensiones, sin comunicación entre sí, los indígenas se habían desarrollado en forma despareja y no existía entre ellos más unidad que la que podemos encontrar hoy entre otros Continentes. En ciertos lugares se hallaban en estado rudimentario, en otros gozaban de altísima cultura. Las ruinas que quedan en México, Guatemala o Bolivia permiten medir el grado de evolución de grandes civilizaciones de tipo contemplativo, evocadoras de misteriosas ascendencias egipcias. Los relatos de algunos descubridores ayudan a juzgar, en otras zonas, el estado primitivo de tribus trashumantes que erraban de región en región. Estos altibajos, dentro del mismo conjunto racial atestiguan, en unos las reservas de evolución y en otros el antecedente de capacidad.

Cuando desdeña al indio, el político de las ciudades olvida que por su desidia se produjo un hecho tan doloroso como incontrovertible que creo ser el primero en señalar. Las dos tareas básicas exigidas por las nacionalidades iberoamericanas en formación las realizaron los anglo-sajones y los indios. Los anglo-sajones, planeando y dirigiendo la valorización de minas, petróleo, comunicaciones, etc. Desde luego en provecho propio. Pero en ausencia de otras iniciativas. Los indios, prestando sus brazos para extraer y transportar los productos.

Los demás componentes de dedicaron a tareas complementarias. El inmigrante explotó el comercio interior y abrió negocios para abastecer a las poblaciones. El oligarca fue abogado, médico, empleado, poeta. Aunque sea violento reconocerlo, la osamenta, lo fundamental, estuvo a cargo del extranjero acaparador –con el cual debemos competir si queremos tener vida realmente independiente- y el indio, que siguió penando como en tiempo de la colonia y cuya situación hay que elevar si hemos de completar alguna vez la organización de la patria.

La preocupación de la inferioridad o de la superioridad de las razas tiene  que atenuarse mucho en Iberoamérica, donde no caben más exclusivismos que los que impone la defensa del derrotero inicial. Lo hechos no nacen de los conceptos. Son los conceptos los que derivan de los hechos. Los anglo-sajones exterminaron en el Norte a los indígenas. Los españoles se mezclaron con ellos en el Sur. Criticar éste o aquél sistema, equivaldría a hacer filosofía fuera de tiempo. A nada puede conducir hoy la aprobación o el repudio de lo que no es posible deshacer o remediar. Nos encontramos ante realidades. Nadie sostendría que debemos aniquilar a sesenta millones de indígenas. Nadie se atrevería tampoco a defender la tesis de que cabe mantener indefinidamente en calidad de ilotas a esos mismos indígenas, que en algunas repúblicas resultan la mayoría de la población. Si hay una dificultad, no se ha resolver por eliminación, sino por asimilación, a la manera de México, sacando el mejor partido a las circunstancias.

Por lo demás, este es un problema que sólo se presenta en forma aguda en ciertas regiones y que casi no existe en otras como Argentina y Uruguay. Se funde por otra parte, en el conjunto accidentado, cuando contemplamos la cuestión panorámicamente. Por encima de los diversos aportes y variantes, todos los elementos concurren a la unidad superior que impone el idioma, la religión, las costumbres, la atmósfera espiritual en que nos desarrollamos.

Hay, desde el punto de vista del carácter, más diferencia entre dos provincias de Francia que entre dos repúblicas nuestras. Quien las recorra todas, de norte a sur, viajará sin cambiar de ambiente y aunque pase fronteras múltiples, tendrá la sensación de no salir del mismo país. Hasta la distancia se encarga de probarlo. Los indoamericanos que se encuentran en Europa descubrirán siempre entre ellos –sea cual sea su república, su matiz étnico o su clase social-, profundos lazos de parecido que los sitúan dentro de un conglomerado propio. Porque por encima de la procedencia y la etiqueta, dando a las palabras el sentido más elevado y más amplio, desde ahora existe un verdadero sentimiento nacional.

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