«En Nuestra América existe una Nación Histórica a rescatar de la autodenigración y del olvido para hacerla base de un Estado erigido en todo el ámbito encerrado por las fronteras del idioma, la historia, la cultura y el destino comunes»
El siguiente texto es la introducción del ensayo «La nueva visión», del escritor e investigador hispanoamericanista Raúl Linares Ocampo, y que publicamos por entregas en nuestro sitio web.
ADVERTENCIA INICIAL
A fin de que la obra sea comprensible y cumpla su cometido, precisa emplear la siguiente terminología.
Nuestra América es la América que tiene comunidad de origen, historia, cultura y destino; la América eminentemente mestiza como los Libertadores, la América que se entiende en Castellano. Es Hispanoamérica. Ni más ni menos. Lo que va más allá nos debilita porque introduce la heterogeneidad. Lo que es menos no agota nuestro potencial histórico.
Época Indiana es la que abarca desde el Descubrimiento (1492) hasta el inicio del movimiento de la independencia (1810). Comprende pues los siglos XVI, XVII y XVIII. Colón creyó haber llegado a la India. Cuando se comprobó el error, se llamó Indias Occidentales a la parte ocupada por España. Este nombre quedó luego abreviado en Indias. La sociedad de entonces se autodenominó indiana, y el correspondiente adjetivo indiano fue corrientemente empleado: administración indiana, política indiana, legislación indiana, monarquía indiana, Estado Indiano, etc. Las Indias no fueron colonias. Fueron una parte constitutiva, autónoma, del imperio hispano, representada y regida por el Consejo Supremo de Indias. Esta es la razón de método y etimología por la que empleamos el adjetivo indiano en vez de colonial. Un motivo adicional es la suprema razón del propio interés. Un pueblo digno de respetarse, comienza por respetarse a sí mismo, para hacerse respetar. A tal fin comienza por dignificar origen y apellido históricos. El adjetivo colonial, comúnmente aplicado a esta época, es extraño a la época misma y a nuestro propio interés, dado su matiz peyorativo más adecuado para rebajar al ofendido que para acusar al ofensor. Colonias fueron las plantaciones, las factorías y los enclaves que anglosajones, franceses, holandeses, etc. establecieron alrededor del mundo. Asentamientos ultramarinos destinados a explotar el país, controlar a los colaboradores y segregar las razas. En las Indias se creó un Nuevo Mundo, gracias al mestizaje biológico y cultural de dos mundos que vivían su apogeo cuando chocaron, mezclaron su sangre y unieron su destino. Fabuloso nacimiento, motivo de orgullo para un pueblo. No fue pues casualidad que las Indias tuvieran la primacía continental durante los tres siglos de su existencia.
El nombre América, invento de las potencias rivales de España, se popularizó en las Indias recién en el siglo XVIII.
Iberoamérica es Hispanoamérica más el Brasil
Latinoamérica. Según un mito inventado por un autor extranjero, con este nombre se bautizó el subcontinente cuando Francia preparaba la invasión de México (1864-1867). Los intelectuales latinoamericanos, siempre ávidos de importar las ocurrencias ajenas, han dado al mito el status de verdad histórica. Pero ¿puede suponerse que los hispanoamericanos de entonces eran tan abyectos que daban la bienvenida a un nombre impuesto por el agresor extranjero?
Este nombre tiene una historia muy diferente. La expansión de los Estados Unidos hacia el sur, que se inició con el asalto a México (1845), se interpretaba entonces en términos de raza: “el peligro de la absorción de la raza latina por la germano-sajona”. De aquí se derivaron América latina y latinoamericano, términos que aparecen impresos en libros y artículos ya hacia 1855, una década antes de la invasión francesa, y que corresponden a una actitud defensiva frente al imperialismo estadounidense; el imperialismo francés no tiene aquí parte alguna. Véanse los capítulos 2 y 18 de La Patria Grande para mayores detalles. Cierto es que los afrancesados latinoamericanos se encargaron luego de difundir el neologismo, a fin de expresar la contribución de Francia, país latino, al desarrollo de la cultura latinoamericana, según se argumenta. Esta “contribución” es otro mito, o mejor dicho, una visión aberrada. Francia no se ha preocupado de contribución alguna, mientras que los afrancesados se ocupan afanosamente de importar cultura francesa. La diferencia es evidente, pero es preciso tener la intención de verla. Por lo demás esto es ya un asunto de existencialistas y surrealistas que nos aparta del tema.
Actualmente el nombre tiene un contenido indefinido y se utiliza incluso con referencia a países que no tienen nada de latinos. Más aun, muchos creen que aparte los Estados Unidos y Canadá, el resto del continente es Latinoamérica.
INTRODUCCIÓN
La presente obra es modesta en su volumen, ambiciosa en su intención, combativa en su actitud. Tiene su origen en la constatación que el puesto rezagado de Nuestra América en el mundo de hoy no corresponde al potencial heredado de la Época Indiana, y que hoy somos menos de lo que fuimos antes de la independencia y mucho menos de lo que pudimos y debimos ser después. Hecho innegable que es resultado de una autoderrota histórica, no realización de un destino inexorable. Es decir, se lo puede y debe subsanar.
La Independencia, la segunda revolución de nuestra historia, significa una inflexión, un abrupto cambio de dirección en la evolución de Nuestra América. Si hasta entonces había sido una parte constitutiva del imperio hispano, y por tanto partícipe, coposesora, de una geopolítica de alcance universal, en adelante, fraccionado su cuerpo político continental – el Estado Indiano – vería desaparecer, por la pérdida de la masa material y del peso político, su capacidad de poseer geopolítica. Peor aun, sería incapaz de conservar la soberanía.
En el norte del continente la independencia trajo la federación, la fuerza de la unión; en el sur, la disgregación, el debilitamiento general.
Si los imperios hispano e inglés se habían enfrentado durante siglos, entre sus respectivas secciones independizadas no hubo enfrentamiento: el sur se sometió de inicio, pasó de ser, un conjunto unitario, parte constitutiva de un imperio, a ser una serie de autocolonias del imperialismo anglosajón. Nuestra vida republicana se inicia así con una profunda autoderrota que aún persiste.
En consonancia con el carácter de la obra, nuestra tarea consiste en señalar y combatir las causas de la derrota, en desarrollar una visión de nuestro pasado, presente y porvenir capaz de realizar nuestro potencial histórico, y en iniciar la Marcha de Generaciones hacia la Reunificación de Nuestra América. A tal fin están dedicadas las tres partes de la obra.
La primera – La Mitología Autoderrotista – tiene por objetivo desvirtuar los mitos que falsifican y denigran nuestra historia, ya desde su origen. En efecto, de la tripulación de Colón se tiene por hecho comprobado que constituía de criminales, que luego serían nuestros progenitores. De la conquista, que fue la primera gran revolución del continente, y a la cual Nuestra América debe su nacimiento, se afirma que fue un indescriptible acto de crueldad sin solución de continuidad. La Época Indiana, rebajada con el apelativo de colonial, se tiene por una era de esclavitud, explotación y oscurantismo. Aunque estos mitos se derrumban por la primera confrontación con la historia, conservan inconmovible vigencia en la conciencia de nuestros ciudadanos, los inducen a la autodenigración, y a la autoderrota. Y si bien han sido creados, difundidos y fomentados por el extranjero, entre nosotros se confirman y transmiten de generación en generación por la familia, la escuela, la sociedad y el Estado.
La segunda parte – La República Autocolonial – se ocupa de la República pos independentista. Otro mito la tiene por continuación histórica y natural del movimiento de la independencia. Pero los tres gigantes que lo impulsaron: Francisco de Miranda, Simón Bolívar y José de San Martín bajaron a la tumba sin ver la realización de la República con que soñaron: Miranda vivió perseguido y murió encarcelado, Bolívar murió desterrado y perseguido, San Martín exiliado. Esta República, que se erigió sobre la derrota de los tres gigantes, deriva su esencia de una ideología de autodenigración y autoderrota. Si en la Época Indiana Nuestra América, políticamente constituída en el Estado Indiano, era parte constitutiva del imperio hispano y no colonia, la República pos independentista ha creado una serie de Estados, autocolonias del imperialismo anglosajón.
La tercera parte – La Cuestión Fundamental – relaciona de forma natural el pasado y el porvenir de Nuestra América. En la Época Indiana, Nuestra América poseía un Estado continental unitario extendido de México a Chile, cuya política estaba centralizada en la metrópoli, cuya economía era globalmente dirigida según el principio de la prioridad del equilibrio global sobre el interés regional o particular, cuyas finanzas, también globalmente dirigidas, subsanaban déficits de algunas regiones con superávits de otras, cuya geopolítica de alcance universal estaba sostenida por una capacidad de autodefensa que derrotó una y otra vez a los ases de la marina inglesa, la reina de los mares entonces. La independencia descuartizó a este gigante. Los pigmeos que de allí surgieron se hicieron autocolonias del imperio anglosajón, se desgarraron en guerras fratricidas y crearon una red de enemistades que nos enfrentan hoy mientras fortalecen al enemigo común. La salvación del porvenir de Nuestra América, su Emancipación del imperialismo anglosajón y del orden mundial impuesto por los dueños del mundo de hoy, la Emancipación que ha de capacitarla para realizar su propio destino, requiere la fuerza de un nuevo gigante que reemplace al indiano. Ningún Estado nuestro aislado puede lograrla. Tal es el sentido de la Reunificación, la Cuestión Fundamental de la realidad hispanoamericana, y la tarea de una larga Marcha de Generaciones: crear un nuevo gigante que nos salve el porvenir.
Los temas que aquí se exponen son de tal importancia para la sociedad y para el individuo que no deben tratarse por medio del Ensayo, género cuya ligereza es muy popular entre nosotros, tales aquellos “Ensayos de interpretación de la realidad”. Es bien sabido que el ensayista abarca lo que quiere y aprieta sólo donde puede. En el presente caso los temas no son de nuestra libre elección. Se imponen de por sí y de modo insoslayable cuando planteamos las preguntas existenciales ¿de dónde venimos?, ¿quiénes somos? ¿adónde vamos o podemos ir y adónde no? La imaginación del ensayista está aquí fuera de lugar. La historia tiene la palabra. Pero enmudece cuando no está presente en la conciencia de un pueblo. Es nuestro caso. Nuestra tarea comenzará entonces con la exposición de los hechos históricos. Dado que nuestro interés no es historiográfico, nos limitaremos a los hechos innegables, presentados en su versión generalmente aceptada. Ya esto requiere una documentación que por su amplitud sobrepasa los estrechos límites de esta obra. Pero para respetar los derechos del lector y darle seguridad, cuanto aquí se afirma está fundamentado y documentado en nuestra obra La Patria Grande[1]. Esto es indispensable para que los hechos nos revelen lo que significan para nosotros como individuos, como sociedad, Nación, Estado y Patria. Esperamos que el descubrimiento que aquí se ofrece tenga en nuestra vida individual y colectiva el efecto de un antes y un después.
A continuación nos permitimos reproducir algunos párrafos de La Patria Grande que se refieren a lo dicho hasta ahora y a temas que se tratarán con mayor extensión en las Partes siguientes.
“Al enfrentarse a su historia, un pueblo debe cumplir tres tareas: analizar los errores come-tidos; determinar y plantear correctamente los problemas irresueltos; alentarse con sus virtudes y aciertos, administrándolos celosamente como inapreciable legado.
Precisamente en este último punto, decisivo, persistimos en un fatal error. En nuestros países la visión de la propia historia y del propio ser es una carga que se recibe en la escuela y se arrastra de por vida. La sociedad y la escuela, al transmitir a los futuros ciudadanos una imagen esencialmente negativa del pasado, superficial y contradictoria del presente, los predisponen a la derrota y frustran su aporte cívico y social. Nuestra educación cívica – valga el eufemismo – consiste en la transmisión de mitos inspirados en un espíritu autodenigrante y antinacional que nos disminuye mientras agiganta al extraño. Bien decía Manuel González Prada que los europeos (y los estadounidenses – precisa añadir hoy) nos parecen gigantes porque al medirnos con ellos nos arrodillamos. La genuflexión la aprendemos en la escuela. Es pues allí donde se debe inculcar una nueva visión. Pero para transmitirla, precisa primero poseerla.
La nueva visión debe partir del punto fundamental de nuestra historia: la cuestión de nuestro origen. Para todo pueblo es importante, para nosotros decisiva, dadas las circunstancias de nuestro nacimiento histórico. Siendo la vida un proceso irreversible, ningún pueblo puede deshacer su pasado ni elegir su origen; pero puede utilizarlos para bien o para mal de su destino. Nuestros países tomaron la opción errada al aceptar y convertir en dogma la falacia del liberalismo sajonizante criollo: el rechazo de nuestras raíces autóctonas y latinas, consideradas inferiores al anglosajón, convertido en modelo insuperable y norma de evaluación. Por un injustificable desatino, las generaciones pos independentistas tomaron por su cuenta el anti indianismo de la conquista y el anti hispanismo de la independencia, que no fueron sólo rezagos del odio engendrado por la guerra, sino medios de justificar la defección y descargar la propia responsabilidad en dirección del pasado y del futuro; del pasado, al difundir una visión falsa y sólo negativa del régimen indiano, cargando los propios fracasos en su cuenta; del futuro, al rehusar la responsabilidad de un porvenir exitoso, al cual comprometían el legado indiano y la razón de la independencia.
Según esta ideología autodenigrante, somos congénitamente inferiores a causa de la ascen-dencia hispana, y más aún por su mezcla con la indígena, objeto de un rechazo mayor, profundizado bajo el disfraz de la idealización falaz del indio del pasado para encubrir la opresión del indio del presente. De ahí nuestra esquizofrenia social: se idealiza el pasado indio, pero no se quiere ser indio; se reniega de la herencia hispana, pero se quisiera ser blanco. No querer ser lo que se puede y no poder ser lo que se quiere – he aquí una causa fundamental de nuestra derrota histórica y del malestar social. A estos mitos que nos despojan de toda opción al porvenir, precisa oponer una visión realista del mundo y de las cosas y una apreciación de acuerdo a nuestros propios intereses, considerando que el requisito del éxito consiste en afirmar lo que se es: podemos ser mestizos a carta cabal el día en que nos aceptemos y afirmemos como tales; anglosajones, jamás.
El menosprecio de los orígenes y la apreciación injusta del pasado, son causas principales de la inseguridad de nuestros pueblos sobre el propio ser, justamente cuando necesitan el aliento de aciertos pasados y virtudes propias, a fin de perseverar en la lucha por la mejora de la tradición y la conquista del futuro.
La salud del porvenir, deuda ineludible contraída con las generaciones venideras, exige como primer paso la reivindicación y dignificación de los orígenes; requiere combatir la discriminación de la ascendencia indígena y todo menoscabo de la ascendencia latina; prohibe el suicidio de contraponer los orígenes; manda desautorizar a quien ponga en tela de juicio o atente contra los elementos indolatinos, base de la nacionalidad continental y criterios absolutos de nuestros más vitales intereses; exige la apreciación justa y correcta de lo que en nuestro pasado conviene dar al olvido y lo que se ha de conservar y acrecentar como dote del porvenir. Aparte de la revisión histórica que algún día nos aportará un caudal de aspectos positivos de la Época Indiana, dignos de enorgullecernos, poseemos, en vista al presente y al porvenir, el legado supremo de la unidad nacional continental labrada por la cultura hispana sobre la diversidad de las culturas aborígenes y del aporte africano. A nosotros de convertir este legado en base de un exitoso porvenir.
Fortalecidos por una visión serena y positiva de nuestra Historia y nuestro Ser, conviene levantar inventario de los errores cometidos y de los problemas irresueltos. En este perenne esfuerzo de corregir y resolver, indispensable a la salud de un pueblo, y que nosotros hemos descuidado con temeridad, se unen de modo natural e indisoluble, el pasado y el futuro. Para saber adónde podemos y debemos ir, precisa saber de dónde venimos, quiénes somos y qué queremos. Los elementos que hacen posible este enlace, y permiten a un pueblo identificarse, preservar y proyectar su genio al futuro a través de la inevitable evolución de las generaciones, son la Historia, la Nación y la Patria, es decir, su tradición, su cultura, su linaje histórico y su solar paterno. Un pueblo sin Historia es un conglomerado a la deriva, sin memoria y sin porvenir; un pueblo sin Nación es una muchedumbre en confusión, sin faz y sin fe; un pueblo sin Patria es una multitud en derrota, sin solar y sin bandera. Gran parte de nuestro desconcierto actual proviene del desamor con que hemos tratado estos fundamentos de la vida social. Frente a nuestra derrota actual y a los peligros futuros, conviene reivindicarlos como base de nuestro ser y porvenir, a fin de consolidar nuestra existencia como entidad de vida autónoma, como cultura propia y auténtica, como Estado soberano. Y en todos los esfuerzos dirigidos a este fin, conviene llevar en mente, que siendo nuestra derrota consecuencia de los errores pasados, el porvenir lo decidimos hoy.
No somos los indolatinos un pueblo sin ayer y sin Historia, novato en el conjunto mundial, según quisieran y pretenden los rivales. Los abolengos milenarios de la América autóctona, se injertaron en los milenios de la cultura latina, civilizadora universal, cuya exitosa continuación en tierra americana es nuestra ineludible responsabilidad. Tenemos pues raíces mucho más antiguas que el medio milenio de vida nueva. De esta realidad, no siempre presente en nuestra mente pero no menos cierta, conviene tomar posesión espiritual para reforzar la conciencia histórico-nacional y sacar partido en la inevitable rivalidad que nos enfrenta a otras culturas. Tomar posesión de esta gloriosa tradición significa arrancarla al impulso suicida del liberalismo sajonizante pos independentista que pretendió arrojarla por la borda del olvido, como si un pueblo pudiera cambiar de vida y de historia variando de régimen, y pudiera desligarse del pasado con sólo declarar la independencia y abrirse a la inmigración.
La recuperación de la historia no es una empresa neutral que pueda realizarse sin devoción cívica. Siendo nuestro origen un choque de las ramas ancestrales, precisa aproximarse al pasado con serenidad, ecuanimidad y predisposición favorable al propio interés. Conviene sobre todo evitar dos peligros fatales: la Leyenda Dorada indigenista y la Leyenda Negra antihispánica. Idealización global del mundo aborigen y condena inapelable de la obra hispánica. Ambas son falsificaciones históricas que continúan en el campo ideológico un enfrentamiento, atizado por extraños, que la realidad ha convertido en unión a través del mestizaje; atentan así contra nuestros fundamentales intereses, contra la afirmación y unión de nuestros orígenes indolatinos, base de nuestro Ser y Porvenir.
La apreciación del aporte autóctono requiere sopesar con equidad sus virtudes y defectos, a fin de conservar y acrecentar lo valioso y desechar cuanto se resista a la mejora; exige además combatir la idealización falaz del aborigen abstracto del pasado que encubre la discriminación y explotación del aborigen real de hoy.
Lo propio vale para el legado hispano. La Leyenda Negra antihispánica ha sido inventada y difundida por las potencias coloniales rivales para cargar la propia culpa en hombros ajenos y encubrir el hecho de haber sido las que mayor miseria han derramado por el mundo, mayor provecho han obtenido de la conquista de América, y las que continúan percibiendo los mayores dividendos de nuestra explotación. Si en propio interés hemos de juzgar sabiamente el pasado, no conviene tomar por criterio los intereses del rival para desahuciar la propia causa. A la ignorancia de nuestra historia debe la Leyenda Negra antihispánica su persistencia en nuestra mente, y al estudio le deberá su desaparición, cuando decidamos revisar la copiosa documentación de la sociedad indiana para fundar sobre esta base una nueva visión del propio ser y una sólida conciencia histórico-nacional.
La recuperación de la Historia implica la recuperación de la Nación. La nación indolatina surgió de la unión de la sangre y la cultura de conquistador y conquistado. A la sombra de la protección forzada del monopolio hispano, y libre de influencia extraña, la nueva sociedad fue madurando y creando cultura propia por la combinación de los elementos de su origen. Sinnúmero de obras en todo género documentan el poder creador de ambas culturas que vivían su apogeo cuando mezclaron su sangre y unieron su destino. Obras como las de los españoles Sahagún y Ercilla o de los americanos el Inca Garcilaso y Huamán Poma de Ayala prueban que el siglo de nacimiento de la Nueva Nación fue también su Siglo de Oro cultural. Al liberar el tráfico de mercancías e ideas, el liberalismo sajonizante criollo nos libró a la influencia de naciones extrañas a cuyo dominio material y cultural nos sometió por voluntario eclipse y substitución forzada de los elementos culturales propios, en el vano intento de alcanzar, por simple imitación, el progreso que es sólo posible por la acción perseverante del genio nacional y de los esfuerzos acumulados a través del tiempo y de las generaciones. Es ésta la causa, oculta a la visión superficial del imitador, del fracaso de todas las doctrinas y modelos importados, de izquierda o derecha, incapaces de comprender cabalmente nuestra realidad e historia, y de orientar la política republicana. De ahí que junto a la revisión y recuperación de nuestra Historia, precise retomar los fundamentos de la Nación histórica inconclusa para continuar su desarrollo según inspiración propia. Tarea prioritaria porque sólo la Nación, instancia que concuerda, al precio de fricciones, el interés individual y de partido con el bien general y colectivo, puede darnos la uniformidad necesaria para concordar los intereses aún dispersos de nuestra pluralidad de origen y las fuerzas en pugna de la desigualdad social, en dirección de la prioridad del momento: la lucha externa contra los poderes que se han repartido el dominio del mundo.
Como potencial histórico de nuestra lucha poseemos la Nación Indolatina, el Estado Indiano y la Patria Grande.
La Nación Indolatina es el legado mayor de la Epoca Indiana; existe aún en toda su vitalidad en el ámbito continental encerrado por las fronteras de la historia y la cultura comunes, ésta última plasmada en el idioma. Bien decía Unamuno: “el idioma es la sangre del espíritu y sobre las razas fisiológicas – es decir: animales – cuya genealogía resulta más enmarañada y obscura cada día, se alzan las razas históricas, las que se están fraguando sobre la base de los idiomas. El francés es una raza más clara que el franco o el celta actuales”. Si el idioma es la sangre del espíritu, la Nación es el alma de un pueblo; y cuando el Cuerpo Político y el Alma Nacional no son uno, se resiente la Salud Pública. La Emancipación y Reunificación significan la Salud Pública de Nuestra América y son el único medio de restituir la masa política, la potencia económica y la densidad cultural indispensables para prevalecer en la competencia universal.
La existencia real del Estado Indiano demuestra la factibilidad de una empresa continental reunificadora. Este inmenso cuerpo político, extendido de México a Chile, estuvo basado en un sistema económico integrado y globalmente dirigido, una política interior coordinada, una política exterior de largo alcance y una geopolítica de visión universal.
La Patria Grande es solar y linaje común de los pueblos indolatinos, emoción y fuerza a multiplicar al infinito y a convertir en voluntad de realizar las proezas que exigirá la salvación del porvenir.
Sólo en base a una Nación consolidada es posible crear un Estado estable, política y económicamente poderoso que salvaguarde a su vez a la Nación en medio de la pugna universal. Sólo en virtud de la Nación y del Estado que aseguran la identificación colectiva y la permanencia en el tiempo y el espacio como grupo organizado, puede surgir el sentimiento de la Patria, como arraigo en el solar histórico y culto de la tradición; como obligación de mejorar el legado de las generaciones; como voluntad y fuerza moral para enfrentar y resolver los problemas de la supervivencia. En Nuestra América existe una Nación Histórica a rescatar de la autodenigración y del olvido para hacerla base de un Estado erigido en todo el ámbito encerrado por las fronteras del idioma, la historia, la cultura y el destino comunes. Sobre esta Nación Histórica y sobre este Estado Continental se levantará orgullosa y emancipada la Patria Grande del porvenir”.
[1] Raúl Linares Ocampo: La Patria Grande. La Reunificación de Hispanoamérica. Historia de una idea persistente. Arequipa- Berlín 2010