Por una historia patria para adultos

«Los mexicanos y los hispanoamericanos tenemos que revivir y reconciliarnos con nuestra raíz hispánica negada porque en esa raíz, como lo prueba la España actual y lo demuestra hasta el cansancio el libro de Fuentes, hay la riqueza y la diversidad que necesitamos para vivir en nuestro tiempo»

el espejo enterradoArtículo del periodista, novelista e historiador Héctor Aguilar Camín, en el que se comenta el libro de Carlos Fuentes «El espejo enterrado», publicado por Fondo de Cultura Económica en 1992. El artículo se publicó el 1 de abril de 1993 en el sitio web mexicano Nexos, revista de debate cultural y político.

Hay muchas cosas que celebrar en este libro de Carlos Fuentes.

La primera de ellas, su poderío verbal, la fiesta del lenguaje cosida aquí a la fiesta de la erudición y del oficio de escritor. En sus años sesenta, la energía verbal de Fuentes está tan viva y desafiante como en sus primeros libros.

La fuerza del lenguaje y la apasionada vitalidad del autor son en sí mismos una prueba de la pertinencia de la tesis central de El espejo enterrado: la fuerza única de la raíz cultural hispánica, su riqueza multirracial y pluricultural, fruto de un largo contacto de razas y culturas que no ha cesado de mostrarnos su flexibilidad mayor: la de saber mezclarse con Otros, y llevar en sí la huella de todo lo que la ha nutrido.

El poderoso lenguaje de Fuentes nos recuerda hasta qué punto el español que hablamos y leemos hoy ha sido enriquecido, ampliado y potenciado por su periferia, hasta qué punto ese idioma ha sido revitalizado por autores no españoles, en particular poetas y novelistas latinoamericanos, que son sin embargo los más puntuales hijos, nietos, bisnietos, y nuevamente padres engendradores del idioma de Cervantes y Nebrija, autor de la primera gramática española en el año de 1492.(1)

Escrito originalmente para una serie de televisión, la de mayor éxito quizá que haya parido la prolífica madre celebratoria del Quinto Centenario, el texto de El espejo enterrado creció hasta volverse el tomo de 432 páginas que Fuentes nos entrega. Es un libro de dieciocho capítulos con una generosa bibliografía y un útil índice onomástico.

Ocho de los dieciocho capítulos están dedicados a España, su historia y su presente. Los diez capítulos restantes están dedicados a la América española en la siguiente elección de prioridades: un capítulo al mundo indígena, dos a la era de la conquista y la colonia, dos a la independencia americana, dos a la turbulenta formación de nuestras naciones en el siglo XIX, uno a la Revolución Mexicana, uno más a la América Latina actual y otro, final y sugerente, al tema de la hispanidad norteamericana, una primera inclusión en nuestra historia de esa otra enorme mezcla que se verifica a ambos lados del Río Bravo, cuyo rostro final no podemos prever.

La edición inglesa de El espejo enterrado lleva un subtítulo que resume con precisión y libertad la materia de este libro: Reflexiones sobre España y el Nuevo Mundo. No estamos frente a una historia, aunque su materia es la historia del mundo hispánico. No estamos tampoco frente a una conmemoración de las grandezas de la hispanidad, aunque su tema central sea la exploración de las riquezas sumergidas en nuestra raíz hispánica y la celebración de su pertinencia para el futuro. Estamos frente a un ajuste de cuentas mayor con una zona permanentemente negada de nuestra realidad histórica, un ejercicio de recuperación de nuestra hispanidad por las vías de la crítica, la reflexión y el poder evocativo de la literatura -o de la elocuencia literaria.

Carlos Fuentes ha reconstruido las tensiones, miserias y grandezas de la civilización hispánica en la desafiante marejada del mundo moderno que la sepultó a partir del siglo XVII, apartándola de las corrientes centrales o hegemónicas de la historia de Occidente. Lo ha hecho con una libertad y una amplitud tales, que su exhumación no sólo es un fogoso inventario de la diversidad del pasado hispánico, sino también una revelación de su pertinencia para el futuro, a caballo de su densidad multirracial y multicultural.

El alegato de Fuentes no es una defensa tradicionalista del legado español. Nada tan lejos de su ánimo como la adoración santurrona o complaciente de una herencia. Su mensaje es de cuerda renacentista: no quiere renunciar ni cerrar los ojos a ninguna de las zonas oscuras de su objeto. Su propuesta central es justamente la contraria: asumir completas las zonas de sol y sombra de nuestra hispanidad, porque en esa tensión extraordinaria de lo luminoso y lo sombrío está su verdadera fuerza, su capacidad de dar cuenta de todo lo humano, de todos los registros posibles de la cultura.

Los dilemas del orbe hispánico son los de la plaza de toros, nos dice Fuentes, el doble rostro de Jano que persigue el alma de España: sol y sombra, la aceptación de la diversidad del otro -el moro, el judío, el indio, el protestante- y la cara absolutista e intolerante de la Inquisición, el imperio de la autoridad central y la autonomía ganada de las ciudades y las comunidades, el viento fresco de la modernidad y la tierra seca pero firme de la tradición.

Los capitanes de Castilla, Extremadura y Andalucía trajeron consigo esos dilemas al Nuevo Mundo y fundaron nuestra propia ambigüedad hispanoamericana.

Dice Fuentes:

Hombres surgidos del cuero seco de Castilla que nos trajeron a las Américas la Iglesia, el ejército, un espíritu militante y un dilema angustioso entre las tradiciones democráticas nutridas por las ciudades medioevales o el uso y abuso autoritario del poder que pronto sería confirmado por la monarquía unificada. Ellos traerían al Nuevo Mundo todos los conflictos del carácter español, su imagen de sol y sombra, dividiendo el alma como dividen la plaza de toros. ¿Tolerancia o intolerancia? ¿Respeto hacia el punto de vista ajeno o la Inquisición? ¿La mezcla étnica o la pureza racial? ¿La autoridad central o la local? ¿El poder desde abajo o el poder desde arriba? Y, acaso, la cuestión que las contiene a todas: ¿tradición o cambio?

(Estas alternativas dividirían a los mundos hispánicos, en Europa y en las Américas durante muchos siglos. Mucha sangre sería derramada luchando en favor o en contra de estas ideas. Y sólo en nuestro tiempo se llegaría a un consenso conciliador de la necesidad de continuar la tradición dentro del cambio y de efectuar el cambio sin violentar la tradición.)

Fuentes desentierra y asume como vivamente nuestras, tradiciones que la historia de España pospuso, pero no aniquiló, y cuya persistencia es acaso la semilla de nuestro futuro deseable.

La tradición democrática hispana, por ejemplo, el archipiélago de ciudades autónomas que fueron extendiéndose a lo largo de la cambiante linea fronteriza de la reconquista, es la mata de donde brota la noción de municipio libre, una de las más largas herencias y uno de los más frustrados propósitos de la polis mexicana, un tema siempre planteado y siempre pospuesto, desde que Cortés fundó la villa de la Vera Cruz al poner pie en nuestras tierras, y sin embargo nuevamente actual, en el pujante mosaico del vigor regional mexicano de fin de siglo XX, cuyo profeta ha sido el historiador Luis González, nativo de San José de Gracia, Michoacán, pero cuyos ancestros son los rebeldes comuneros de fines del siglo XV en la España triunfante sobre los moros.

La negación de los derechos democráticos de las ciudades españolas, nacidas autónomas al paso de la guerra contra el Islam, es una de las imágenes fracturadas pero promisorias del espejo que nos mira desde el fondo de nuestra historia y da origen a una de las proposiciones centrales del libro de Fuentes: la posibilidad de construir nuestra propia originalidad democrática con arreglo a nuestras tradiciones postergadas.

Nuestra actual vida democrática, dice Fuentes, tan frágil como es, tiene sus asentamientos más hondos en estas poblaciones medioevales. A menudo nos hemos engañado a nosotros mismos ignorando la tradición propiamente hispánica de nuestra democracia, fundada en el municipio libre. Esto nos ha servido para adoptar formas aberrantes de autonegación: una, la imitación de las instituciones democráticas francesas y angloamericanas, diciéndonos que éstas sí han funcionado; otra la adaptación del autoritarismo con disfraces modernos y progresistas, dado que sólo este camino, tan derivativo como el primero, nos daría eventualmente las condiciones materiales para la democracia El capitalismo y el socialismo han fracasado en América Latina en virtud de nuestra inhabilidad para distinguir y fortalecer nuestra propia tradición que es auténticamente ibérica y no derivativamente angloamericana o marxista.

El futuro deseable de nuestra democracia, nos dice Fuentes, está en nuestro pasado negado o pospuesto y sin embargo vivo, disponible, no como una antigualla de la historia sino como un instrumento del porvenir.

La vertiente central del alegato de Fuentes, no obstante, es el de la continuidad cultural. La imitación y la rutina han lastrado nuestra modernidad política y nuestra eficiencia económica, nos dice Fuentes. La continuidad cultural, en cambio, ha sellado nuestra identidad con una matriz rica en mezclas y contactos, particularmente propicia a la comprensión del mundo de migraciones masivas y fronteras desafiadas que nos mira desde el siglo XXI. Siguiendo una metáfora de Borges, Fuentes se pregunta:

Respresentación del mestizaje en Nueva España, según un cuadro de finales del siglo XVIII; de autor desconocido.

«De español e yndia, mestizo»: representación del mestizaje en Nueva España, según un cuadro de finales del siglo XVIII, de autor desconocido.

¿Quiénes somos nosotros, los que hablamos español, los miembros de esa comunidad hispánica, pero rayada de azteca y africano, de moro y judío? ¿Qué veríamos hoy en el aleph hispanoamericano?

Y contesta su propia summa cultural:

El sentido indígena de la sacralidad, la comunidad y la voluntad de supervivencia; el legado mediterráneo para las Américas: el derecho, la filosofía, los perfiles cristianos, judíos y árabes de una España multicultural; veríamos el desafío del Nuevo Mundo a Europa, la continuación barroca y sincrética en este hemisferio de un mundo multicultural y multirracial, indio, europeo y negro. Veríamos la lucha por la democracia y la revolución descendiendo de las ciudades del medioevo español y de las ideas de la ilustración europea, pero reuniendo nuestra experiencia personal y comunitaria en la aldea de Zapata, en los llanos de Bolívar y en los altiplanos de Túpac Amaru. Y veríamos también la manera como ese pasado se convierte en presente, en una sola creación fluida, sin rupturas.

Este es el espejo generoso y diverso en el que Fuentes nos invita a mirarnos, no como se miró Quetzalcóatl, según el mito indígena, para avergonzarse de su rostro y correr hacia otro lugar, sino para ir hacia el lugar donde realmente es tamos, el lugar de donde venimos, reconciliados al fin con todos nuestros rostros, unos y múltiples como la vida misma y la cultura, que no se alimentan sino de la comunión de lo diverso, de la pluralidad que fortalece porque multiplica, la diferencia que se enriquece incluyendo y se expande tomando contacto con lo que la desafía.

Como a Quetzalcóatl, el espejo enterrado de nuestra historia todavía nos inquieta y espanta. A punto de bordear al siglo XX, nuestra conciencia histórica está llena de mentiras a la vez flagrantes y piadosas. No nos atrevemos a mirarnos en el espejo de ciertas realidades que son nuestro tabú, nuestro espejo enterrado.

Sabemos enorgullecernos de la grandeza de las civilizaciones prehispánicas, de su arte soberbio y su arquitectura deslumbrante, pero no podemos reconocer sus opresiones teocráticas, sus brutalidades morales y el intolerable olor a sangre de sus templos.

Subrayamos la crueldad de Cortés, su ambición desmedida, su crudo pragmatismo, pero seguimos sin poder ver en él al conquistador épico, al personaje trágico sometido por la Corona y la desgracia, al padre del primer mexicano que se rebeló contra el dominio de España, al fundador del municipio libre y al político genial que con sólo quinientos hombres conquistó un imperio porque leyó con claridad, en otra lengua y en un mundo extraño, la fragilidad del dominio mexicano, sustentado en la opresión guerrera de sus súbditos.(2)

Hemos construido una imagen venerable, anciana y visionaria de Miguel Hidalgo, el Padre de la Patria, pero hemos suprimido de ella los raptos, también ciertos, de venganza, crueldad y violencia, así como su arrepentimiento puntual por cada uno de sus actos, antes de morir. En la legítima consagración de la memoria de Hidalgo como sepulturero del régimen colonial, hemos borrado de la nuestra el hecho de que tanto él como Morelos fueron derrotados. La Independencia de México no se alcanzó sino varios años después de la derrota de los iniciadores y no fue el fruto de una guerra heroica, sino de una negociación que llevó a cabo, aprovechando la crisis política de España, la oficialidad criolla del ejército realista y, en particular, el mismo oficial que combatió sin piedad a los curas insurgentes, Agustín de Iturbide.

Iturbide, y los intereses de los españoles criollos y peninsulares, temerosos del incierto camino de la corona española y de los aires liberales que sacudían la península, siguen siendo a la fecha los grandes expulsados de la historia de la Independencia de México, aunque hayan sido sus realizadores.

Así, la historia piadosa de la Conquista y la Independencia ha terminado por borrar de nuestra cabeza las dos mayores ironías de la historia de México: el hecho de que, al fin de cuentas, como alguna vez dijera Arnaiz y Freg, la Conquista de México la hicieron los indios y la Independencia los españoles.

El panteón de las mentiras piadosas que guía los reflejos de nuestra memoria histórica se prolonga a lo largo del siglo XIX y el XX. Celebramos en Benito Juárez la integridad política y la voluntad indomeñable, pero no ponemos nunca en la lista de sus apoyos la muy activa diplomacia de Washington contra la intervención francesa. Los Estados Unidos abrazaron la causa de Juárez y combatieron al imperio de Maximiliano precisamente por las mismas razones que antes provocaron la guerra contra México y la ocupación de nuestros territorios norteños: por la doctrina Monroe, por América debía ser para los americanos, y toda ingerencia europea debía ser frontalmente rechazada.

Porfirio Díaz sigue siendo el dictador siniestro que la justa indignación y la rica mitología revolucionaria construyeron. Zapata y Villa, por su parte, han terminado siendo la encarnación misma de la justicia y el espíritu popular de la Revolución de 1910. Pero Díaz fue también, en su momento el combatiente infatigable contra las tropas francesas, el pacificador bendecido de México y el modernizador ostensible de su economía; y Zapata y Villa encarnaron también, a más del más puro instinto justiciero del pueblo llano, las limitaciones de ese mismo pueblo: el localismo, la timidez, la simpleza política y a menudo la llana ignorancia, cosas que determinaron en buena medida su derrota a manos de jefes revolucionarios menos populares si se quiere, menos pueblo que Zapata y Villa, pero más capaces y articulados que ellos, como Carranza, Obregón y Calles.

Celebramos hasta la veneración la rectitud nacionalista de Cárdenas, su expropiación del petróleo y su claro instinto de alianza y beneficio populares, pero no solemos poner en su balanza la impopularidad que lo asedió en su tiempo y su herencia de corporativismo, presidencialismo y manipulación electoral que aún estamos tratando de sacudirnos. Aceptamos que el año del 68 fue decisivo como parteaguas de los nuevos ánimos democráticos de la nación, pero no podemos todavía, sin que se afrenten las instituciones y se agiten los esqueletos políticos en los armarios, poner en nuestros libros escolares que el ejército disparó contra los estudiantes en Tlatelolco y que hubo una cantidad de muertos no cuantificados, entre otras cosas por la cobertura que los propios responsables dieron a los hechos para ocultar su magnitud a la sociedad que los padeció.

Para propósitos escolares, hemos puesto ahora la fecha del fin de la historia en el año de 1964, en que termina el gobierno de López Mateos y aprenderemos a recordar de ese gobierno, desde luego, su popularidad y su firmeza nacionalista, pero no podremos poner en su cuenta la represión de la huelga ferrocarrilera ni su triste nómina de presos políticos que incluyó tantos años al pintor David Alfaro Siqueiros y al dirigente Demetrio Vallejo.

Nos urge lo que el escritor Hugo Hiriart llama una historia patria para adultos, una historia que restituya las verdades elementales a nuestra conciencia común e incluso a nuestras más íntimas creencias. Una historia que incluya, por ejemplo, el hecho más eficazmente combatido por la imaginación religiosa del país y por los historiadores eclesiásticos, a saber: que la Virgen de Guadalupe no se le apareció a ningún paisano llamado Juan Diego, que la imagen que se venera en la Basílica la pintó el indio Marcos, varias décadas después de la fecha escogida para la aparición, y que el verdadero milagro del Tepeyac no fue la aparición de la Virgen, que desde luego no existió, sino la lenta construcción del poderoso mito guadalupano, a lo largo de los siglos, en el imaginario religioso de la nación.

Estas y muchas otras restituciones hemos de esperar de una historia patria para adultos. Son omisiones mayores que afrentan nuestra inteligencia y prolongan nuestra minoría de edad cívica. Pero ninguna negación hay más absurda y esquizofrénica en la historia de México como la de nuestra raíz hispánica y la de nuestra afirmación nacional como descendientes del mundo prehispánico antes que como consecuencia de la expansión mediterránea sobre el Atlántico.

Acaso la mayor paradoja de esa negación enorme, para un país en el que sólo un ocho por ciento no habla español, es que quienes sembraron y fundamentaron en la Nueva España el rechazo al mundo hispánico fueron precisamente los hijos de los españoles que establecieron el orden colonial. Para afirmarse ante los españoles peninsulares y sus privilegios españoles, los criollos novohispanos crearon algunos de los motivos simbólicos más persistentes de la nacionalidad mexicana: la Virgen de Guadalupe y el patriotismo antiespañol, el orgullo indigenista y la superioridad, por su abundancia natural y su riqueza, del suelo americano, la condena del mundo colonial como el lugar de la opresión y el atraso, el genocidio y la explotación.

El triunfo de los liberales en el siglo XIX selló y prolongó la visión criolla del orbe colonial no como el origen de nuestra textura nacional, el territorio de nuestro mestizaje, sino como la impedimenta del progreso, el lugar del oscurantismo religioso, los fueros medioevales, la desigualdad oprobiosa, la brutalidad de la inquisición, la muerte de las ideas, el atraso, la improductividad, la decadencia.

Para las élites liberales, empeñadas en alcanzar una modernidad política y económica de tipo anglosajón, el pasado a superar fue la herencia feudal hispánica. Al triunfar sobre la intervención francesa, la causa liberal consolidó el segundo nacimiento de la nación que quedó desde entonces identificada con los contenidos anticoloniales y, por tanto, segregada de los valores hispánicos, cuyos defensores, además, formaron filas, por su mayor parte, en la causa conservadora, la causa derrotada del siglo XIX mexicano.

La Revolución Mexicana refrendó, magníficamente, los motivos centrales del patriotismo criollo, en particular el énfasis indigenista. La horrible historia de la España real bajo Franco, refrendó los contenidos básicos de nuestra España imaginaria como la zona del atraso y la barbarie. Pero el fin del siglo XX nos sorprendió con la España democrática y próspera que desmentía los rasgos de nuestra España imaginaria, la idea arraigada de que nuestra herencia hispánica es la responsable parcial de nuestro atraso económico y democrático.

Los mexicanos y los hispanoamericanos tenemos que revivir y reconciliarnos con nuestra raíz hispánica negada porque en esa raíz, como lo prueba la España actual y lo demuestra hasta el cansancio el libro de Fuentes, hay la riqueza y la diversidad que necesitamos para vivir en nuestro tiempo.

Me gustaría pensar que este libro de Fuentes, como muchos otros de los suyos, tendrá también un carácter restituyente y fundador, y que a partir de su alegato por la raíz hispánica, desenterraremos más libremente nuestros espejos negados para mirarnos en ellos y exorcizar nuestros temores, para suspender el mito, para que Quetzalcóatl deje de horrorizarse con su propia efigie y no regrese a nosotros, como regresó al mundo indígena con la Conquista, bajo la forma de la desarticulación y la muerte, sino como la germinación civilizatoria que tenemos pendiente, la historia próspera y democrática que acaso nos espera en el futuro, pero cuyos secretos están enterrados en nuestra memoria, lo mismo que el generoso espejo hispánico en el que Fuentes nos ha puesto a mirarnos ojalá que de una vez por todas.

(1) Acaso no hay casualidad, sino una de esas simetrías felices del espíritu de la lengua, en el hecho de que una de las mejores, más inspiradas y accesibles historias del idioma español se deba a Antonio Alatorre, hijo verbal de Jalisco y del siglo de Oro: Los 1,001 años de la lengua española. FCE, México, 1989, 342 pp.

(2) Un buen síntoma en sentido contrario es que el extraordinario libro de José Luis Martínez sobre el conquistador (Hernán Cortés, FCE, 1990) no sólo no revivió los impulsos anticortesianos, sino que fue acogido con entusiasmo por el público y la crítica.

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