«en el escrito que el 15 de mayo de 1821 (…) la Junta de Guayaquil envía a Bolívar (…) a propósito de manifestarle sus sentimientos de hermandad y solidaridad con toda la América hispana, dicen estar dispuestos a servir “a la Patria, que es una, desde el Cabo de Hornos hasta las orillas del Mississipi”
El siguiente texto está extraído de la obra «Historia general de España y América» (Volumen 13) dirigida por los historiadores Luis Suárez Fernández, Demetrio Ramos Pérez, José Luis Comellas y José Andrés-Gallego (Ediciones Rialp, Madrid, 1981-1992).

Bandera de la Primera Junta de Gobierno Autónoma de Quito (10 de agosto de 1809), con el Aspa de Borgoña o Cruz de San Andrés, enseña característica de la larga época virreinal en que Hispanoamérica estuvo unida.
Del mismo modo que se habla impropiamente de la época colonial, conviene precisar que el sujeto de la emancipación no fueron unas colonias, como suele decirse por extensión del acontecimiento norteamericano, donde la existencia de tales colonias fue un hecho. Que el problema es de fondo lo demuestra la resistencia que se hace normalmente a su planteamiento correcto. En unos casos, por comodidad o pereza mental –dado que en el siglo XIX se impuso la versión “colonial”-; en otros, por la necesidad de la explicación congruente, pues si no se trataba de una independencia de colonias, se rompía el esquema del paralelismo con Norteamérica, que a todo trance se desea mantener por razones obvias. Es más, hasta parece que se quebraría el sentido de la emancipación si no se antepusiera el punto de partida colonial.
Claro que con estos motivos de comodidad histórica concurren, no pocas veces, actitudes políticas, con un apriorismo decidido, puesto que se interpreta como concesión justificadora de un sentido tradicionalista y conservador cualquier definición que no sea ésta.
Contra lo que se cree, la definición del pasado como colonia dificulta, más que facilita, la comprensión del proceso emancipador, por resultar incongruente entonces su planteamiento y desarrollo. De aquí que tengan que apartarse –por resultar entonces inexplicables- tantos “estorbos”, como el fernandinismo fidelista, tan compatible –si no es un determinante- con la postura patriota que, incluso, actúa concomitante con ella en la primera época. Sin advertirse que con tal proceder –dándolo todo por falsía- se está mutilando una parte esencial del proceso emancipador: su nacimiento.
Esta coincidencia no será, a nuestro entender, intrascendente. Porque Carondelet significará mucho más para la historia quiteña de lo que se ha supuesto y, entre otras razones, por ese transporte de previsiones y esa capacidad receptora de las novedades que estaban a la espera. Prueba evidente de lo presente que se tiene a la Luisiana y de cómo persiste su recuerdo, la tenemos, por ejemplo, en el escrito que el 15 de mayo de 1821 –veinte años después de haber sido cedida- la Junta de Guayaquil envía a Bolívar, en el que a propósito de manifestarle sus sentimientos de hermandad y solidaridad con toda la América hispana, dicen estar dispuestos a servir “a la Patria, que es una, desde el Cabo de Hornos hasta las orillas del Mississipi” ¡veinte años después de haber sido cedido aquel territorio! He aquí, pues, la primera clave.
Y lo mismo podemos decir sobre las razones jurídicas esgrimidas, pues de otra forma se nos derrumbaría en su totalidad la doctrina de la emancipación, ya que ésta parte de la continuidad del orden jurídico histórico, con la defensa de la igualdad de derechos con los reinos peninsulares, cuya capacidad para sostener la soberanía parece sofocada, y ante el riesgo, si no es así, de que culminara la tendencia unificante que trató de ponerse en práctica desde 1768. Para que se comprenda claramente la diferencia, diremos que mientras que nos norteamericanos tuvieron que apelar al Pacto Constitucional –porque parten de un origen colonial y han de crearse como nación- , los hispanoamericanos alegan la ilegalidad del gobierno que pueda existir en la Península, del que nada saben si se mantiene o no y, en todo caso, en el que no concurren.
Tal es el caso que se nos manifiesta, por ejemplo, en la Constitución de Cundinamarca, la primera que se dio Bogotá en abril de 1811, donde se dice, en su art. 1º, que el pueblo de la provincia “ha reasumido su soberanía […] lo mismo que todos los que son parte de la monarquía española…”. Por otro lado, en el acta de la federación de las Provincias Unidas de Nueva Granada se dice, en su parte expositiva, que “considerando la larga serie de sucesos ocurridos en la península de España […], desde su ocupación por las armas del emperador de los franceses […], las nuevas y varias formas de gobierno que entre tanto y rápidamente se han sucedido unas a otras, sin que ninguna de ellas haya sido capaz de salvar la nación […], y últimamente los derechos indisputables que tiene el gran pueblo de esta provincia […] para mirar por su propia conservación […]”. Todo esto dicen porque temen la liquidación del reino o provincialidad americana a la que pertenecen. Por eso apelan, ofendidos, al derecho de representación, pues no se encuentran representados. ¿Ante quién? Este es el problema.
Con su sistema habitual, Eduardo Trusso trató de este punto, partiendo del principio enunciado por Royer-Collard: “la Revolución […] no es más que la doctrina de la representación”. Y así, venía a decir que los pueblos se sintieron en la necesidad de elegir sus representantes, pero “¿ante quién? ¿quién o qué es el destinatario de esa representación?”. La solución que tenían que darse era bien sencilla: ante el monarca y, al mismo tiempo, supliéndole; como el rey representaba a los pueblos ante sí mismo, como soberano. Por eso, la Junta Suprema de Sevilla, del mismo modo que asumía la soberanía real, actuó inmediatamente en nombre de Fernando VII, como si sus vocales fueran los representantes del pueblo ante el monarca, por lo que sus decretos y resoluciones se expedían con tal carácter. Así lo vemos, por ejemplo, en la misma declaración de guerra a Napoleón, del 6 de junio de 1808, en la que se dice: “… por tanto, en nombre de nuestro Rey Fernando VII y de toda la nación española –cuya representación habían asumido, a pesar de emanar exclusivamente del pueblo sevillano- declaramos la guerra por tierra y mar al emperador Napoleón I y a la Francia…”. La Junta Central Suprema, después, hizo lo mismo: asumir la representación de los pueblos a través de las Juntas provinciales, para suplir al rey ausente y actuar en su nombre –motivo por el cual se dio el tratamiento de Majestad-, pues sin estar el trono vacante, ¿de qué otra forma puede un reino aceptar y reconocer como subsistentes los derechos de su rey? Así, ordenará, con ocasión de la toma de Madrid por Napoleón, que “no se obedezcan, ni cumplan las órdenes que tal vez se expidan desde Madrid por los Consejos de Castilla o de Indias, sino los que expida la Suprema Junta Central del gobierno de España e Indias en nombre del rey nuestro señor D. Fernando VII…”. Pero aquí comenzó el problema, pues si en España existían Juntas cuyos representantes integraron la Central, ésta no contaba con quien representara a los pueblos de América. Así lo alegaría el famoso Memorial de Agravios de Santa Fe de Bogotá, de 1809, como también lo alegó activamente Quito. Y fue tal efecto –advirtiendo su gravedad- lo que la misma Junta Central trató de remediar con aquel célebre decreto de 22 de enero de 1809, preparado tiempo atrás –quizás al poco tiempo de su instalación-, en vida de Floridablanca.

El «Memorial de Agravios», escrito por el Dr. Camilo Torres en 1809, a solicitud del cabildo de Santa Fe de Bogotá, reivindica la igualdad para la América española como parte integrante de la Monarquía y que nunca fue una «colonia».
El contenido de tal disposición no podía ser más concluyente, pues “considerando que los vastos y preciosos dominios que la España posee en las Indias no son propiamente Colonias, o factorías como las de otras naciones, sino una parte esencial e integrante de la Monarquía española”, para seguir ya la parte dispositiva, referida al envío de representantes para formar parte del gobierno de la Junta Central.
No estamos intentando establecer que los territorios americanos no eran colonias con el apoyo de la legislación que pasó a la Recopilación de 1680 –lo cual sería muy sencillo, tal como lo explicó Levene y lo reiteramos al buscar la terminología más adecuada para la periodización de la historia americana-, sino que lo planteamos en la temporalidad coetánea al desencadenamiento de los acontecimientos, por estar tan implicado en la cuestión que, justamente, la fase inicial y su doctrina se basa en la igualdad de derechos y, por lo tanto, en la identidad de estatus con los viejos reinos. Y es que el hecho de asumir la soberanía por “los pueblos” no era un problema de individualidades que llegaran a coincidir en ello –como en el pacto social a lo francés-, sino que correspondía unas entidades públicas, colectivas, definidas y hechas históricamente: el reino-provincia, por el que sus pobladores han de velar.
Trusso se fijó –y no sin motivo- en la célebre polémica del cabildo abierto, del 22 de mayo de 1810, de Buenos Aires, en el que por encima de las justificaciones de cada voto, se enfrentaron dos tesis: la del fiscal Villota, que argumentó contra la capacidad legal que podía asistir a Buenos Aires para decidir asumir por sí sola la soberanía, como si cada ciudad pudiera hacerlo y ella estuviera facultada para asumir la representación de todas las del virreinato; y la del doctor Paso, que invocó la negotiarum gestio. Y también tiene razón el autor mencionado –el que mejor ha visto este problema- cuando advertía que tanto las Juntas españolas, primero, como las americanas, después, asumieron una doble representación; la de los pueblos y la del monarca, porque forzosamente había de ser así, ya que “es la misma soberanía del monarca la que en su ausencia retrovierte a los pueblos”, como era la soberanía acatada por los pueblos la que se convertía en rey, es decir, en suplente real.
Si esto pone bien claro que la fidelidad al rey, el fernandinismo, eran tan inseparable como indispensable en la movilización de aquel momento –porque la Emancipación fue siempre un problema de honor y lealtad: primero al rey y a la tierra, y después sólo a ésta-, también es importante la otra faceta que paralelamente se nos ofrece: la capacidad de una ciudad para asumirlo. Porque, en definitiva, ¿se trataba sólo de disponer de las facultades de las otras ciudades, cuando son dos cosas –representación y soberanía- las que se asumen? El doctor Paso, en el cabildo de mayo de Buenos Aires, aludía al primer aspecto; Villota, en cambio, planteaba el problema especialmente teniendo en cuenta el segundo. Porque, ¿cabía que, en aquel caso de acefalia y orfandad, se asumiera la soberanía alícuota que a cada uno pudiera corresponder, sin ser ésta obligatoriamente solidaria? Dicho de otro modo, “sueltos los vínculos” que –empleando los términos de Mariano Moreno- ligaban el “centro y cabeza” con los demás miembros de la monarquía, ¿podían dispersarse las ciudades, rompiéndose también los vínculos que las unían en cada parte? No, esto no era posible, y prueba de ello es que, además, no lo fue. ¿Por qué? Sencillamente por no ser colonias. Si no se habría tratado de sacudir una dependencia, cuando justamente era lo que se negaba que existiera.
La naturaleza de los territorios americanos, como derivada del Derecho medieval castellano –vigente en la época de su incorporación- solamente podía adoptar una de estas dos situaciones: o ser señoríos (si hubieran dependido de señor, tal como pudo haber sido de perpetuarse el régimen colombino) o ser propiamente realengo, dependiente directamente del rey, situación que fue la que se decidió. La denominación de los monarcas ya lo señalaba al usar los títulos de “Rey de Castilla, de León, de Aragón… de las Indias Orientales y Occidentales…” o también “de las Indias, Islas y Tierra Firme del Mar Océano…”. Así, es frecuente la fórmula “estos nuestros Reynos de Castilla… todos aquellos Reynos”, como se ve en la ley III, título I, libro II. Es muy normal igualmente que se emplee indistintamente el término provincia o el de reino como equivalentes, tal en la ley I, título I, libro I, que habla de provincias, como en la ley LXX, título II, libro III, en la que, al mismo tiempo, se usa “aquellos Reynos” y “Provincias de Nueva España y el Perú”.
Cierto que en el conjunto de la plurimonarquía se reconocían ciertos matices, que se reflejaban en los asientos en Cortes, pues unos eran los reinos viejos, con los que había llegado a integrarse en el siglo XIII la Corona de Castilla; otros los reinos nuevos, sobre los que se extendió la reconquista al producirse el avance sobre los taifas musulmanes del Sur, y otros, en fin, los reinos nuevos de las Indias, incorporados en la forma y por los títulos sabidos. No obstante, unos y otros constituían una unidad bajo la Corona, porque –como se dice en la ley XIII, título II, libro II de la Recopilación- “siendo de una Corona los Reynos de Castilla y de las Indias, las leyes y orden de gobierno de los unos y de los otros deben ser los más semejantes y conforme ser pueda”, con lo cual se pone de manifiesto que no existió nada parecido a la distinción jurídica de la época romana, pues leyes de Indias y de Castilla –al ser éstas supletorias- estaban trabadas. Eso sí, cabía distinguir, tanto en la Península y sus islas como en las Indias, distintos reinos y provincias, constituidos como seres histórico-colectivos, a los cuales correspondía asumir la soberanía, bien integradamente –como lo pretendió la infanta Carlota Joaquina desde Río, bien individualmente cada reino, mientras duraran las circunstancias, pero nunca separadamente cada ciudad, pues por el hecho de que faltara el rey, no se justificaba que los reinos, como entidades históricas, pudieran desintegrarse, sino suplirle mediante la absorción de la soberanía.
Otra cosa es la capacidad de representar –de hablar por las ciudades- que corresponde a la ciudad cabeza de reino, como sucedía en España, en las reuniones de Cortes de Castilla, con Burgos, aunque León, Valladolid y Toledo nunca cedieron en la disputa de ese derecho. En América se reprodujo análogo modelo, cuando México obtuvo la cédula dada en Madrid a 25 de junio de 1530, por la cual “en atención a la grandeza y nobleza de la ciudad de México, ya que en ella reside el Virrey, Gobierno y Audiencia de la Nueva España y fue la primera ciudad poblada de cristianos: es nuestra merced y voluntad y mandamos que tenga el primer voto de las ciudades y villas de la Nueva España, como lo tiene en estos nuestros Reynos la ciudad de Burgos […]”. Algo parecido repite la cédula de Madrid de 14 de abril de 1540, renovada por otra de Aranjuez de 5 de mayo de 1593, en la que se dice: “es nuestra voluntad y ordenamos que la ciudad del Cuzco sea la más principal y primer voto de todas las otras ciudades y villas que hay y hubiere en toda la provincia de la Nueva Castilla [Perú]. Y mandamos que, como principal y primer voto, pueda hablar por sí, o su procurador, en las cosas y casos que se ofrecieren, concurriendo con las otras ciudades y villas de la dicha provincia, antes y primero que ninguna de ellas, , y que le sean guardadas todas las honras y preeminencias”.
Así tenemos, pues, determinada esa naturaleza de superioridad –como cabeza- que los reyes otorgaron a México y al Cuzco, que fue extendida tácitamente a todas las cabeceras de reino, desde el punto en que así se reconoce, por diversas cédulas que sirvieron de base a la ley II, título X, libro IV, en la que se dice: “… mandamos que en cada una de las ciudades principales de nuestras Indias haya número de doce regidores…”. Y no solamente vemos así reconocida la existencia de ciudades principales, sino que, por añadidura, se les confirió la capacidad de suplencia en caso de vacantes de gobernador, facultad que recaía automáticamente en los alcaldes, tal como vemos en la ley XII, título III del libro V, que dice: “que si fallecieren los gobernadores durante el tiempo de su oficio, gobiernen los tenientes que hubiesen nombrado y, por ausencia o falta de los tenientes, los alcaldes ordinarios, entretanto que Nos […], y si no hubiese alcaldes ordinarios, los elija el cabildo para el efecto referido”. Y aunque luego vino a recaer esta facultad de suplencia en las Audiencias o tenientes de rey, allí donde su establecimiento fue tardío –como en Caracas- se mantuvo más vivo este derecho. La misma tendencia puede reconocerse en las demás partes, donde tal hábito tampoco estaba relegado, sino latente en virtud de los cabildos abiertos y demás juntas, que determinaban intervenciones de los vecinos en multitud de asuntos y, sobre todo, en casos de gravedad o urgencia, como la que entonces vivieron.
Con estos antecedentes, cabe contemplar desde un ángulo más real el hecho de que todos los movimientos que se producen en América, a partir de la crisis de Bayona y originados en tal fundamento, se produjeron siempre en ciudades principales, es decir, en capitalidades de reino. Que este fenómeno se repita –dentro de la primera época, claro está- en todas partes y a lo largo de la inmensidad americana creemos que tiene algún significado, ya que de ninguna manera puede ser casual: porque se trata de ejercer unos derechos –ejerciendo el gobierno- que naturalmente tienen que hacerse efectivos donde éste se haya instalado. Y si las únicas excepciones que se dieron –la de Dolores en México, y la de Montevideo en el Plata- no solamente se explican por otras causas y factores, sino que también determinaron fenómenos y matices diferentes, así como desenlaces igualmente distintos de los que fueron comunes, la conclusión no puede ser más evidente. Desde este punto de vista, Quito cumplió con su papel de ciudad principal. Así es como se explica que en manifiesto que publicó la Junta de Quito en agosto de 1809 pudiera alegarse que “el mismo derecho que tiene ahora Sevilla para formar interinamente Junta Suprema de Gobierno, tiene por lo mismo cualquiera de los reinos de América”.
La realidad auténtica queda totalmente enturbiada cuando se insiste en considerar a los territorios americanos como colonias. Con ello se incurre en un grave error histórico –que generalmente no se tiene en cuenta- , pues resulta imposible que pudieran crearse tales colonias por los españoles del siglo XVI, cuando aún no se había inventado el sistema colonial.
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