Por qué hacerle preguntas al pasado

«No venimos de una revolución democrática y moderna. Sino de muchos golpes de Estado autoritarios, aristocráticos, y pre modernos (…) Querían el poder que el imperio les negaba porque privilegiaba a sus propios nobles aristócratas. Y lo tuvieron. Y los más perjudicados fueron nuestros pueblos (…) Los más de cien años que pasamos de espaldas a España los estamos pagando caro. Nos afrancesamos o anglificamos artificialmente. Y en esa operación política, llevada adelante por elites irresponsables, se nos fue la energía de nuestros pueblos (…) los hispanoamericanos no podemos seguir viviendo con un relato falso (…) éste es un problema de la sociedad, y por tanto de la política (…) Si el pasado no se comprende, se reitera hasta el infinito (…) el nuevo relato se está escribiendo en diversos ámbitos de nuestra Hispanoamérica»

Cortes de Cádiz

Detalle del célebre cuadro de Salvador Viniegra «La promulgación de la constitución de 1812»

Texto base del discurso pronunciado por el catedrático de periodismo digital Daniel Mazzone el 6 de julio de 2011 en la Facultad de Comunicación de la Universidad ORT (Montevideo), durante la ceremonia de presentación de su libro «Hispanoamérica. Interpelación a los fundadores» (Ediciones de la Plaza).

Hace 11 años que dicto una materia cuyo foco es el gran cambio cultural de nuestra época, analizado desde el periodismo y las nuevas formas de la mediatización. El curso es un laboratorio en el que pensamos los fenómenos contemporáneos. Ayer, en la evaluación final del semestre, un alumno se refirió a cuánto nos cuesta entender que los procesos tecnológicos desarrollados en universidades y empresas norteamericanas y europeas, afectan nuestra vida aquí. Es la reiteración de la angustia que generación tras generación, explícita o implícitamente, nos presiona sin saber qué hacer con ella. En qué consiste esa angustia tan uruguaya como hispanoamericana.

Cuando hubo que resolver la construcción de un ferrocarril y el tendido de vías férreas, en plena revolución industrial del siglo XIX, digamos entre 1840 y 1860, debimos llamar a técnicos y compañías extranjeras, y les cedimos la posibilidad de que construyeran los trenes, e hicieran los tendidos de las vías férreas, pero también la decisión del trazado de los recorridos y estaciones. Entregamos el negocio completo a las compañías inglesas. Claro, hicieron el tendido que les convenía. Ahora bien. Eso lo hicimos 20 o 30 o 40 años después de independizarnos. De qué independencia hablamos, cuando no teníamos ni fuerza para poder imponer un trazado férreo. Es obvio que nos incorporábamos al flujo de la historia como países débiles. Lo primero que hicieron los fundadores de los EE. UU. fue trazar un ferrocarril de costa a costa. Nuestros fundadores no tenían idea de qué ferrocarril querían. No eran buenos indicios; ningún país se desarrolla si carece de energía y potencia como para tomar decisiones soberanas, sustentables en el tiempo y útiles para su futuro.

Hoy el siglo XXI nos toma sin ferrocarril, a menos que le llamemos ferrocarril a esas antiguallas que andan a 40 kms. Por hora, mientras los trenes de alta velocidad andan a 250 y 300 kms. por hora, y lo que es peor, con caballos en las calles, un sistema de tracción a sangre que es pre-industrial. Esto no es un ataque a los sacrificados hurgadores, sino a quienes permiten, desde los distintos segmentos del poder, que miles de ciudadanos vivan de ese modo. Y encima, cuando hacemos encuestas de empleo, los consideramos ocupados.

También en el siglo XIX, pero ya hacia los finales, cuando nuestras ciudades empezaron a urbanizarse, las aristocracias trajeron sus arquitectos, decoradores y diseñadores de París, a que les diseñaran sus palacetes y de paso diseñaron nuestros principales espacios urbanos, parques, plazas y edificios públicos. Diseñaron nuestras ciudades. Inclusive alguno de esos europeos tilingos fantaseó con techar la Plaza Independencia o la peatonal Sarandí. Menos mal que tamaños dislates no prosperaron.

Ya en el siglo XX, cuando en los 80 se introdujo la TV color, o ahora con la televisión digital, debimos elegir entre la tecnología europea, de Estados Unidos o Japón; vivimos mirando catálogos ajenos. Y lo peor: ni siquiera consensuamos en el uso de una misma norma, para obtener ventajas colectivas de la negociación conjunta. Las decisiones políticas son económicamente costosas, tecnológicamente dependientes, socialmente injustas. Desde mis tiempos liceales me pregunto ¿por qué? Cuándo arranca todo esto. En busca de respuestas seguí todas las modas, leí a Marx, a Lenin, a Mao, leí a los estructuralistas franceses y europeos, autores norteamericanos, y desde luego mucha historia uruguaya y regional. Procuré mantenerme en contacto con quienes han leído mucho más que yo. Pero no encontré respuestas para la pregunta de si el desarrollo nos aguarda en algún punto del camino.

En 2003 escribí unos ensayos que apuntaban a pensar el fondo de la crisis uruguaya. Y todo eso terminó en Desenfocados (2005). En 2007 expandí el foco a Hispanoamérica  y todo termina en este libro en el que creo haber encontrado algunas respuestas. Esto en alguna medida me tranquiliza, porque no soy un docente que retransmite conocimientos de otros. Aspiro a procesar la realidad y devolverla desde las propias preguntas. Permanentemente exhorto a mis alumnos a hacer preguntas potentes. Pero si no vienen, están las mías. En la década del 50 se inventó una frase tonta “Como el Uruguay no hay”, latiguillo de una generación que todavía vive y propaga esa idea de que tenemos el mejor país del mundo.

El problema, es que a los argentinos les dijeron lo mismo, y a los colombianos y a los brasileños, y a los mexicanos, y a los ecuatorianos. Cada cual toca su propia canción mientras la orquesta desafina. Hay que dejar de jugar la baza de la exaltación propia (dejar de discutir tonterías, si las empanadas, Gardel y el puchero son uruguayos o argentinos), para entonar la canción de todos y reasegurarnos por otras vías, no por la diferenciación de nuestro vecino. Quién puede no amar a la tierra en que nació. Pero no me contrabandeen, bajo las banderas del amor a la tierra, la complacencia hacia las decisiones mal tomadas.

Ésta es entonces mi justificación a por qué, alguien cuyo expertise procura dar cuenta de las nuevas tecnologías y los medios, se pone a pensar el origen. Si quiero pensar el futuro, debo entender por qué somos tomadores de tecnologías, de productos, de mano de obra, de precios, de ideas. Y no voy a seguir esperando las respuestas, debo buscarlas. Lo que tiene que quedar claro, es que mi preocupación por el pasado, no mengua, sino que potencia mi investigación sobre el presente y el futuro.

La Constitución de 1812, una de las primeras constituciones escritas de la historia y una de las más liberales de su tiempo, proclamaba en su art. 1º

La Constitución de 1812, una de las más liberales de su tiempo, reconocía como españoles a todos los habitantes «de ambos hemisferios»; pero a ello se oponían las elites criollas hispanoamericanas, que no querían igualarse como ciudadanos con las «castas pardas», y acabaron fragmentando Hispanoamérica y creando Estados débiles y autoritarios.

Porque además, y esto no es menos importante, cuando los docentes elegimos temas de investigación, también estamos haciendo docencia. Este libro envía también el mensaje, de que los hispanoamericanos no debemos olvidar la totalidad. Ni la carrera espacial, ni ninguna de las grandes cuestiones globales, deberían sernos ajenas. No debemos deponer la mirada total. Ni siquiera en esta época en que entender esa totalidad ya no es cosa de individuos sino de colectivos interdisciplinarios. Porque si no sé dónde estoy parado, desde dónde leo el mundo, tampoco podré imaginar el futuro.

En cuanto al segundo punto y ya concretamente sobre el libro.

Este no es un libro de Historia. Está basado en la historia, en la historiografía, que en cualquier país es un campo de disputas académicas, pero entre nosotros es un campo de combate político y ciudadano. Nosotros discutimos el pasado hasta en la feria, en los estadios y ni qué hablar en las reuniones familiares y en los cafés. Por eso se sorprenden quienes nos ven desde afuera. Nuestro pasado no termina de pasar, es verdad. Y ¿saben por qué? Porque no nos creemos el relato que nos enseñan.

Cuántas veces oímos a nuestros jóvenes quejarse de que la historia no cierra. Es que no cierra. Y este libro le hace preguntas a la historia. Para eso relevé la posición y argumentos de varias decenas de historiadores de la región, que están produciendo desde hace dos o tres décadas, el nuevo relato. Vamos al grano; por qué el origen tiene relación con el presente.

En primer lugar quiero aclarar que hablo de Hispanoamérica porque América latina tiene dos componentes: la América hispana y la América lusitana. La lusitana, conformada básicamente por Brasil, tiene un grado de integración cultural que está determinada por lo político porque Brasil no se fragmentó. La América hispana está no sólo políticamente fragmentada, cosa que no sería importante, si no fuera porque estamos culturalmente fragmentados. Por eso digo que Hispanoamérica es una idea inconclusa. Hay que terminar de realizarla, en la unidad cultural. Mientras eso no ocurra, América latina no existirá y tampoco podremos llevar a cabo ninguna empresa colectiva de importancia. Por eso el Mercosur es un desastre. Por eso vivimos bloqueándonos y haciéndonos zancadillas entre nosotros.

Hay una cuestión que nunca pude resolver en mi esquema conceptual de la historia de Hispanoamérica: el gran relato que nosotros tenemos asumido, es que venimos de una-revolución-democrática-y-moderna. Si fuera verdad nuestras democracias deberían ser ejemplares, nuestros países deberían ser justos y sobre todo, con el viento de cola más intenso de la historia, deberíamos estar no sólo creciendo, sino además, desarrollándonos. Eso no está ocurriendo, nuestros países están cada vez más a la defensiva y son más injustos que nunca. No estamos bien, y vamos a peor. Me siento en pleno derecho a proponer la hipótesis de que nuestras democracias no nacieron de la mejor manera. Pero tenía que investigarlo.

Hace 4 años, en un seminario sobre Sociedad y política (en la) Argentina, tomé nota de una cuestión relevante: las Cortes de Cádiz. Había oído hablar de esas cortes, pero jamás, en ningún curso de historia alguien las mencionó como cruciales. Pude advertir que tuvieron gran importancia política para la época: entre 1809 y 1814. Las Cortes se hicieron en Cádiz porque Cádiz fue el único reducto de la península que quedó sin conquistar por las tropas napoleónicas que invadieron España en 1808 y secuestraron al rey. Las Cortes se convocaron por la acefalía real, y se conformaron con 300 diputados, 60 de ellos, hispanoamericanos.

Primera cosa interesante: el imperio invitaba a representantes de nuestras provincias hispanoamericanas a participar de una experiencia legislativa, los invitaba a legislar para todo el imperio. O sea los invitaba a congregarse en una ciudad, durante dos o tres años, a debatir y proponer leyes. Hubo provincias que se negaron a concurrir, como Caracas y Buenos Aires. Aquí va una pregunta incómoda: Si lo que querían era romper con el imperio, ¿por qué se negaron a concurrir cuando el propio imperio les pagaba los gastos y los reunía en una misma ciudad durante varios años? ¿Por qué se negaron incluso a conspirar para hacer una revolución verdaderamente democrática, para fundar países fuertes, poderosos, y no hojitas en el viento como terminaron fundando?

Segunda cosa interesante: ese plenario legislativo, terminaría aprobando en 1812, la llamada “Pepa”, tercera constitución codificada de la historia, que entre otros avances liberales, declaraba a todos los habitantes del imperio, ciudadanos españoles. Y fíjense ustedes qué interesante; cuando llegó el momento de debatir si se les daba la nacionalidad española a todos  los habitantes, nuestros representantes lo discutieron: ¿a los indios? ¿a los negros? ¿a las castas pardas? Esos personajes, son los que fundaron nuestros países y para eso derrotaron a San Martín, a Bolívar, a Artigas, a Sucre, a O’Higgins, a Lucas Alamán. Son los que hicieron, de aquellas provincias pobres, países nominales que terminarían cayendo otra vez en manos imperiales que gestionaron nuestros asuntos, desde la construcción del ferrocarril en adelante. No eran demócratas, ni revolucionarios, no querían cambiar nada que no fuera su estatus; tampoco eran modernos, y por eso no generaron instituciones democráticas. No venimos de una revolución democrática y moderna. Sino de muchos golpes de Estado autoritarios, aristocráticos, y pre modernos.

Los antepasados que fundaron nuestros países se basaron en sus intereses de casta. Querían el poder que el imperio les negaba porque privilegiaba a sus propios nobles aristócratas. Y lo tuvieron. Y los más perjudicados fueron nuestros pueblos. La voz de Lucas Alamán, todavía resuena cuando les recomendaba a sus compatriotas: “no salgamos del sistema hispánico”. Es decir, se podía romper con el imperio políticamente, pero no debíamos darle la espalda al pasado cultural.

Los más de cien años que pasamos de espaldas a España los estamos pagando caro. Nos afrancesamos o anglificamos artificialmente. Y en esa operación política, llevada adelante por elites irresponsables, se nos fue la energía de nuestros pueblos. En ese abismo se desenvolvieron las tragedias de nuestras guerras civiles, de nuestras incertidumbres económico-sociales, y la insolvencia de algunos desarrollos intelectuales.  Queda entonces una última pregunta. Si la política operó irresponsablemente, por qué la academia, la historiografía, no nos lo ha dicho con claridad. ¿Cómo es que se nos ha enseñado otra cosa? ¿Cómo es que venimos generación tras generación, creyendo y repitiendo que venimos de una revolución democrática y moderna?

Esta es la pregunta que yo le hago a la historiografía.

Algunos de los historiadores que relevé lo dicen: una de las razones por las cuales creemos algo que no es verdad, es que la historiografía clásica se dejó en lo esencial, cooptar por quienes se beneficiaron de esa situación original. Es decir, que la historiografía repitió y avaló, lo que la política pequeña hizo en los orígenes. Hubo politiquería y mezquindad en los orígenes. Y hubo intelectuales que se prestaron para fundar con su autoridad, un relato que no es real. Una prueba: los nacionalismos nacen a mediados del siglo XIX, son una creación romántica. Pero para la historiografía clásica, la “revolución” independentista, fue forjada en base al nacionalismo, algo imposible, en 1808 y 1809. En esos tiempos, lo que aglutinaba era la monarquía. Y nuestros pueblos hispanoamericanos, vivieron con mucha angustia el secuestro del rey Fernando VII y su padre Carlos IV a manos de Napoleón. O sea que lo que estaba en juego allí era de qué modo se procesaba esa acefalía, esa ausencia. Cuando el poder quedaba acéfalo, la soberanía retrovierte a los pueblos, según los cánones hispánicos de la época.

Las elites aristocráticas de nuestras pobres provincias, aprovecharon el momento para dar sus golpes de Estado y usufructuar un poder que nadie les confirió, para fundar, contra todo pronóstico de éxito, unas naciones que seguirían siendo pobres y subdesarrolladas por largo tiempo. Al menos, 200 años. Todo esto está fundamentado con múltiples testimonios y argumentos de los historiadores hispanoamericanos que proponen una nueva versión de los hechos. Puede creerse que este que planteo es un problema académico, como me ha dicho algún académico hispanoamericano de nota, y que por tanto, hay que esperar a que los debates se desarrollen y algún día tengamos instalado el nuevo relato. Es muy respetable esa posición. Yo creo que no es así. Que los hispanoamericanos no podemos seguir viviendo con un relato falso. Que éste es un problema de la sociedad, y por tanto de la política.

Este libro está destinado sin duda al público, a mis conciudadanos, para divulgar algo que según creo, merece conocerse. Pero también está dirigido a los políticos, para que tomen conciencia de que un cambio de pisada en la conducción de los asuntos hispanoamericanos, debe acompañarse con un cambio en la visión histórica. Para que podamos aspirar a terminar con nuestro desasosiego, tenemos que empezar a sentir que el relato que nos representa, cierra, que no está lleno de agujeros epistemológicos. Y por eso termino exhortando a los jóvenes, a pensar sin miedos, a plantear todas las dudas y preguntas. Y sobre todo a investigar, a reflexionar sin anteojeras. A adueñarse del pasado y marcar su impronta generacional. Como enseñaba Gadamer, el gran hermeneuta de nuestro tiempo: cada generación tiene el derecho pero también el deber de interpretar el pasado.

Este libro no plantea un problema académico, sino una cuestión vital. Si el pasado no se comprende, se reitera hasta el infinito. Pero sobre todo, lo que el libro viene a decir, es que ya hay una solución. Que el nuevo relato se está escribiendo en diversos ámbitos de nuestra Hispanoamérica. Nuestras dificultades para gestionarnos democráticamente vienen desde lejos. Seguimos siendo clientelistas, corporativos, gobernando para los amigos y los liderazgos pesan mucho más que las instituciones. Esa es la impronta que traemos desde el origen. Obviamente no resolveremos ese núcleo duro del comportamiento, sólo modificando el relato. Pero será un paso en la dirección de admitir que nos hemos mentido demasiado. El mundo contemporáneo ya es altamente imprevisible, nadie sabe de dónde llegará la próxima crisis, pero todos sabemos que llegará. Y sabemos que poco podremos esperar si no somos capaces de situarnos con toda la firmeza de que seamos capaces.

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