San Martín y la idea continental

«La conformación de repúblicas fragmentarias no es, como se sostiene habitualmente, el triunfo de la Revolución, sino su fracaso. Hubo muchas repúblicas porque los hombres que encabezaban la revolución continental triunfaron en su lucha contra la dominación colonial española, pero fueron derrotados en el proyecto de una gran Patria hispanoamericana»

Encuentro de San Martín y Belgrano en la Posta de Yatasto, óleo de Augusto Ballerini (1875). Instituto Nacional Sanmartiniano, Buenos Aires.

Encuentro de San Martín y Belgrano en la Posta de Yatasto, óleo de Augusto Ballerini (1875). Instituto Nacional Sanmartiniano, Buenos Aires.

El siguiente texto es un fragmento del ensayo «San Martín y la idea continental», del abogado y escritor Javier Garin, publicado en el sitio web de la Dirección de Documentación y Producción de Contenidos del Gobierno del Pueblo de la Provincia del Chaco (Ministerio de Educación, Cultura, Ciencia y Tecnología de Argentina).

LA IDEA QUE MEJOR DEFINE A SAN MARTIN ES LA DE LA EMANCIPACION CONTINENTAL

Confrontando la mitología nacional en sus versiones liberal y federal, afirmo que San Martín no fue, como alguna vez sostuvo Ricardo Rojas, un abanderado de la “argentinidad” sino uno de los más ilustres defensores y ejecutores de la concepción continentalista. Su interés central no era la constitución de una nueva nacionalidad argentina, y mucho menos mezclarse con las facciones locales, no permaneciendo en el Río de la Plata sino escasos cinco años entre su arribo y el cruce de Los Andes. Su actuación más relevante se desarrolló fuera del territorio luego llamado “argentino”. Su idea era la emancipación de las colonias hispanoamericanas dentro de un proyecto político de dimensión continental. Esta idea no la inventó él, pues era parte de la tradición revolucionaria, pero fue uno de los que mejor la representaron.

La conformación de repúblicas fragmentarias no es, como se sostiene habitualmente, el triunfo de la Revolución, sino su fracaso. Hubo muchas repúblicas porque los hombres que encabezaban la revolución continental triunfaron en su lucha contra la dominación colonial española, pero fueron derrotados en el proyecto de una gran Patria hispanoamericana. Y quienes los derrotaron fueron las oligarquías –nacionales o provinciales-, que no querían la conformación de un Estado continental, en cuyo seno su poder se diluía, sino que aspiraban a mandar en sus terruños como en “dominios privados”, para utilizar una expresión del propio San Martín contra el caudillo chileno José Miguel Carrera. Estas oligarquías no tardaron en recibir el apoyo entusiasta de Inglaterra, que luego de fogonear la insurrección contra España se empeñó en tupacamarizar América del Sur en estados fragmentarios para dominarla mejor. En el siglo XX fue Estados Unidos el heredero del “divide y reinarás” imperial.

La historia oficial, escrita por esas mismas oligarquías, hizo hincapié en los localismos para el armado de «grandes mitos fundacionales», dejando en un segundo plano el carácter continental del proceso revolucionario. Así es cómo se formó una historia argentina, chilena, uruguaya, peruana, boliviana, ecuatoriana, colombiana, ven ezolana, minimizando -ya que no se podía negar- la interdependencia mutua de los procesos locales de emancipación.

Algunos ejemplos. La historia argentina arranca con el 25 de mayo de 1810, como primer acto revolucionario. Sin embargo, exactamente un año antes, ocurrió en Chuquisaca la llamada «revolución de los doctores», antecedente directo que se extendió a otras ciudades altoperuanas, como La Paz, donde fue sangrientamente reprimida. Esta Revolución ocurrida en territorios que formaban parte del Virreinato del Río de la Plata es escasamente mencionada en nuestra historia oficial. Y sin embargo, una de las razones que invocaron los revolucionarios porteños para derrocar a Cisneros –según refieren Manuel Moreno y Matheu- fue el descrédito del Virrey por haber consentido las ejecuciones de patriotas altoperuanos llevadas a cabo por Goyeneche, Sanz, Nieto y Córdova. Y la Primera Junta ordena a Castelli vengar esas muertes sin miramientos. ¿Por qué ocultar la influencia altoperuana en la revolución porteña? Porque a esta última se la quiso pintar como un fenómeno de pura inspiración “argentina”. ¿Cómo los argentinos vamos a deber el impulso motor de nuestra revolución a los bolivianos (aún cuando entonces no existían ni Bolivia ni Argentina)? Nos enseñan la Revolución de Mayo como si esta hubiera nacido ya madura, al igual que Palas Atenea de la cabeza de Zeus. Y han eliminado del Himno Nacional Argentino aquellos versos en que López y Planes evoca las luchas de los pueblos altoperuanos, mencionando sus ciudades en un «decasílabo heroico», como lo denomina Ricardo Rojas: «Potosí, Cochabamba, La Paz». Es así que, hasta el día de hoy, el argentino promedio mira con desprecio a nuestros hermanos bolivianos, porque se pretende superior a ellos, con impenitente racismo, haciendo gala de tener sangre europea y no indígena, en la misma línea de pensamiento de la generación del 37 –uno de cuyos popes proclamaba “no somos americanos sino europeos en América”-, o de Sarmiento que calificaba a Capoulican y Lautaro como «indios piojosos».

Otro ejemplo de mito nacional: Belgrano, se nos dice, crea la bandera argentina. Sin embargo, está claro, por sus propias palabras a orillas del Paraná, que éste no pensó un distintivo argentino sino americano: a sus soldados los hizo jurar «vencer a nuestros enemigos interiores y exteriores, y América del Sud será el templo de la Independencia y la Libertad».

El escamoteo de la concepción continental se advierte en la biografía de uno de los asistentes más estrechos de San Martín: Bernardo Monteagudo. LLama la atención que una figura de su talla aparezca segregada en las historias nacionales. Cabecilla a los veinte años de la revolución chuquisaqueña; dirigente connotado del jacobinismo rioplatense, colaborador dilecto de O´Higgins en Chile, primer gobernante efectivo del Perú independiente bajo el Protectorado de San Martín y consejero de Bolívar, su figura está oscurecida por mitos y leyendas; en Chile se le llega a negar la confección del acta de la Independencia en la que intervino; y en Perú, a pesar de haber hecho una obra de gobierno extraordinaria, sólo se lo recuerda con una modesta placa en la Biblioteca Nacional que fundó en Lima. Las razones de este ocultamiento el propio Monteagudo las comprendía al señalar que los patriotas libraban una «doble lucha»: por un lado, contra la dominación española; por otro, contra las tendencias localistas que resistían el proyecto continental impulsando la fragmentación.

Monteagudo, ministro de San Martín, negocia por instrucción de éste los tratados perú -colombianos de 1822, antecedente del Congreso de Panamá. Retirado San Martín, diseña para Bolívar la primera propuesta coherente de unión continental bajo la forma de una “federación general de estados hispanoamericanos”. Idea que ya había oído en el Alto Perú de su maestro, Juan José Castelli, quien, a orillas del lago Titicaca, a la vez que emancipaba a los indios, auguraba que «toda la América española no formará en adelante sino una numerosa familia”, y que el Río de la Plata, el Perú, el Santa Fe de Bogotá y Chile confluirían en “una asociación y cortes generales para forjar las normas de su gobierno

Castelli era probable cabecilla de una logia continental, cuya rama chuquisaqueña, la Sociedad de independientes, contó con la activa participación del joven Monteagudo. Tiempo después, ambos se afiliaron, a la Logia Lautaro creada en Buenos Aires por San Martín, Alvear y Zapiola. En sus reuniones en los sótanos de la familia Thompson se tomaba juramento a los nuevos miembros comprometiéndolos a defender la patria americana, que era la misma -decía el ritual- del valiente Lautaro, símbolo de la resistencia nativa contra el opresor colonial. La logia debía ser -segun Mitre- «el brazo que impulsara y la cabeza que orientara el movimiento revolucionario. Su finalidad era mirar por el bien de América y de los Americanos». El indio Lautaro -secuestrado de niño por Valdivia, conquistador de Chile, y convertido en su paje y caballerizo- decide cambiar de bando en mitad de un combate y ponerse del lado de sus hermanos. Este personaje, al que exalta Ercilla en el poema «La Araucana», fue mencionado al patriota venezolano Francisco de Miranda por el joven chileno O’Higgins. San Martín –de quien se murmuraba que tenía sangre indígena- se identificaba con el gesto del caudillo aborigen de dejar al amo europeo para servir a la patria en peligro, como él había hecho al renunciar a una brillante carrera en las armas españolas y consagrarse –según sus palabras- “a la causa de América”.

Una de las primeras acciones que adopta la Logia Lautaro es el derrocamiento del Primer Triunvirato, cuyo cerebro era Rivadavia. En esa oportunidad, San Martín y sus compañeros de armas dan un ejemplo cívico al declarar ante el Cabildo que “no siempre están las tropas –como regularmente se piensa- para (…) autorizar la tiranía” sino que saben “respetar los derechos sagrados de los pueblos”. Esta concepción del ejército al servicio de la liberación continental –y no de la opresión- es la misma que trasuntan sus famosas palabras a los soldados al desembarcar en el Perú: “Acordáos de que vuestro gran deber es consolar a la América, y que no venís a hacer conquista sino a libertar pueblos ”.

La idea continentalista se manifiesta una vez más cuando la Asamblea del Año XIII, promovida por San Martín y la Logia Lautaro, recibe de la Sociedad Patriótica, presidida por Monteagudo, un proyecto constitucional para “los Estados Unidos de América del Sur”. En el Congreso del Tucumán, influido por Belgrano y San Martín, se declara la Independencia de las Provincias Unidas “en la América del Sur” nueva referencia continental. Allí aparece Belgrano abogando por la monarquía constitucional incaica, propuesta no desdeñada por San Martín pero satirizada en la racista Buenos Aires, que no quería al frente del Estado a «un indio de patas sucias». No era un capricho novedoso. Miranda, ya en 1798, anticipó la idea en una carta al masón norteamericano Hamilton, vinculada al propósito de emancipación continental: «la forma de gobierno proyectada (para América del Sur) –le dijo- es mixta; tendremos un jefe hereditario llamado Inca como Poder Ejecutivo«.

No es casual que San Martín y Belgrano coincidieran en tantas cosas. Ambos eran decididos partidarios de la declaración de Independencia. Ambos defendían a los indios frente al racismo expoliador de muchos criollos. Ambos apostaban a la emancipación continental y no creían en salvaciones locales. Ambos -se especula- habrían acordado ideas estratégicas junto al gran patriota Martín Miguel de Güemes para desarrollar su plan continental.

Sabido es, por lo demás, que San Martín y Bolívar fueron destacados integrantes del sistema de Logias –suerte de Internacional revolucionaria- cuyo precursor fue Miranda. Sus ramas principales estaban en Buenos Aires y Caracas: los dos brazos de la tenaza independentista desde donde se emprendió la liberación continental. Entre ambos impulsaron la idea de una Confederaciön sudamericana, a la que San Martín consideraba “base esencial de nuestra existencia”, proponiendo a Guayaquil como sede del Congreso hispanoamericano que luego se convocaría fallidamente en Panamá.

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