«La nación hispanoamericana es hija de la historia y de un acto político deliberado (…) La condición hispanoamericana era de lo más interesante para la época en que Martí inventa, escribe e interpreta (…) Nuestra América forma parte de un provocador discurso cultural del que pronto se haría eco el modernismo hispanoamericano»
El siguiente texto es un fragmento del ensayo que lleva por título original «Nuestra América»: Fundación y apropiación cultural de la nación americana, de Luis Ricardo Dávila, Profesor Titular, Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas Universidad de Los Andes (Mérida, Venezuela). Publicado en la revista ARBOR Ciencia, Pensamiento y Cultura, CLXXXIII 724 marzo-abril (2007) 217-224.
Del sueño unitario fundacional serán depositarios escritores y humanistas, novelistas y poetas. Ellos intentan establecer una correspondencia de espíritus, de objetivos, de un firme aprendizaje político y estético. Ellos cargan con la difícil tarea de imaginar y construir naciones. Así y sólo así se entiende la función social y política de la literatura durante el siglo XIX. Pero también se proponían narrar una realidad confusa, caótica, de la que eran, a su vez, jueces y partes. Fueron ellos los maestros de la paideia americana. Aquellos “hombres múltiples”, donde se confundían los géneros, pero en quienes vida y prédica, acción y palabra se identificaban. “De 1810 a 1880 –escribía Pedro Henríquez Ureña– cada criollo distinguido es triple: hombre de estado, hombre de profesión, hombre de letras. Y a esos hombres múltiples le debemos la mayor parte de nuestras cosas mejores”3. A estos maestros de la paideia americana correspondería intuir y expresar la sociedad de su tiempo; les correspondería reinventar América.
NOMBRES Y SÍMBOLOS DE AMÉRICA
José Martí es un caso bien particular, dentro de aquella pléyade de maestros que buscaron definir el carácter especifico del ser hispanoamericano, de-ese-ser-que-somos: Es un emancipador pero de la segunda hora americana; su tránsito vital se desarrolla entre el romanticismo (“lo hinchado […] aquella falsa lozanía de las letras” de que hablará en 1893.4) y el positivismo pero se aparta de ambas tendencias; viviendo y actuando en aquella Hispanoamérica republicana –casi siempre caótica– perteneció a un ámbito colonial en la medida en que las cuestiones de emancipación, poder y resistencia ocuparon su atención5; profesó un anti imperialismo infatigable labrado desde las propias “entrañas del monstruo” (Carta a M. Mercado, 18.5.1895); al mismo tiempo que advertía sobre las ventajas de la civilización europea se mostraba crítico de la rémora que constituían las “impurezas” recibidas de sangre española 6; fue básicamente un poeta pero reconocía cuán ruin eran los tiempos para aquellos “creyentes fogosos hambrientos de ternura, devoradores de mar […] buscadores de sus alas rotas”7; fue un pensador-eslabón entre el hispanismo y el latinismo de América. En fin, funda el modernismo sin saberlo, define la forma y encuentra aquel estilo que otros modernistas decían no encontrar8. Además, “pide peso a la prosa y condición al verso, y quiere trabajo y realidad en la política y en la literatura” (“Julián del Casal”, cit.). De manera que más que modernista, Martí es iniciador de una época en la historia contemporánea americana, a la cual el modernismo pertenece con sus virtudes y limitaciones9. Acaso Martí ya presagiaba el advenimiento del siglo XX, su rechazo a la gran metáfora del siglo XIX “civilización y barbarie” (Sarmiento), y su celebración de la cultura del mestizaje apuntarían en esta dirección. Además presagio con gran tino el cambio de hegemonía política sobre América: Europa sería desplazada por los Estados Unidos.
Estas características hacen de él un hombre múltiple no sólo en el sentido invocado por Henríquez Ureña, sino debido al complejo contexto en que definió sus planteamientos americanos. Siempre le persiguió una cierta urgencia por definir lo específico americano desde perspectivas diferentes. Esta urgencia se expresó en la búsqueda de significantes que nombrasen la realidad de América. Si se observan detenidamente expresiones tales como familia, clan, tribu, colonia, república, patria o nación, es posible detectar que éstas no son más que metáforas del nombre en distintos tiempos de su existencia. Pero nunca nadie supo, ni sabrá, cuál era el nombre del primer día. “Quizás es una realidad sin nombre. El silencio cubre la realidad original, el instante en que abrimos los ojos en un mundo ajeno”, nos dice Octavio Paz10. De manera que al nacer América, se perdió el nombre de la verdadera patria. Se comenzaron, entonces, a inventar nombres que expresaban el ansia de posesión, de participación, de pertenencia (mi tierra, nuestra patria, mi nación, nuestra república). Todos ellos recubrirían el vacío sin nombre, confundido con el propio nacimiento americano. Todos los nombres dados a nuestras regiones (Nuevo Mundo, América, Tierra Firme, Indias, Indias Occidentales, Hispanoamérica, América Española, Iberoamérica, Latinoamérica o Panamérica) aluden obscuramente al sentimiento original. Todos ellos son extensiones, prolongaciones, expresiones o reflejos del instante original. Cada uno de estos nombres ha designado una realidad, una idea, un conjunto de valores. Sin embargo, dar un nombre a una comunidad implica doble juego: inventarla y reconocerla.
El proceso de invención y reconocimiento es triple: 1. Aparece el sentimiento colectivo –compartido con mayor o menor fervor por todos sus miembros– de pertenecer a una comunidad específica; 2. Luego se forma un sentimiento de diferenciación del grupo inventado y reconocido frente al “otro”; 3. Finalmente, al diferenciarse se forma la conciencia de ser lo que se es.
Esta conciencia se expresa y es inseparable del acto de nombrar. Es, precisamente, esta conciencia la que Martí expresa cuando llama a aquellas tierras de los hombres del “mediodía”, Nuestra América. Este nombre contiene los tres elementos referidos: el sentimiento de identidad adornado con ribetes de apropiación, de pertenencia (“Nuestra”), el sentimiento de diferencia (en relación a aquellos “hombres rubios, enjutos, de oblicuos ojos y tez de marfil”) y la conciencia de ser lo que se es (“tenemos más elementos naturales, en estas nuestras tierras, que en tierra alguna del universo”).
En este sentido, el nombre Nuestra América –“verdadero credo independiente de la América nueva”, como es comúnmente conocido– reproduce de nuevo en Martí el principio original que nos constituye: Es el nombre de una identidad colectiva hecha de semejanzas internas y diferencias externas. Pero al mismo tiempo también expresa inmensidad de nuestras sociedades, la riqueza y pluralidad de sus culturas. El nombre Nuestra América refuerza los vínculos que nos atan al grupo y al mismo tiempo justifica su existencia y le otorga un valor. El acto de asumir estos valores es lo que determina la articulación del discurso hispanoamericano del siglo XIX con la tradición discursiva de Occidente.
Lo que propongo hacer a continuación es insinuar una relectura de Nuestra América que ponga al descubierto esta dimensión fundadora y reforzadora de los vínculos americanos que justifican, casi al final del siglo XIX, nuestra propia existencia, desplegando nuevos valores y posturas. Esa existencia sería en lo sucesivo nacional. La nación hispanoamericana es hija de la historia y de un acto político deliberado: la independencia. Martí contribuyó con su voluntad política no sólo a liberar su patria natal sino también a crear naciones. Nuestra América no se refiere a una vuelta al origen europeo e hispánico sino a un verdadero comienzo en el concierto de una nueva historia continental. De allí su negación del pasado monárquico y su apuesta por el futuro republicano. La obra de Martí es, decisivamente, fundadora, del futuro (aquél pertenece al “porvenir” de Darío), consecuencia de los dos grandes movimientos que inspiraron la articulación americana a la tradición discursiva occidental: su invención por parte de España y su Independencia, justamente, de la misma España.
GENEALOGÍA DE LA IDEA DE NUESTRA AMÉRICA
A pesar de que el ensayo Nuestra América apareció el 1 de enero de 1891 en la Revista Ilustrada de Nueva York, y el 30 del mismo mes en el periódico El Partido Liberal, la génesis del concepto martiano se remonta hacia atrás. Es posible seguir la huella de cómo Martí fue elaborando su concepción de lo que es, y en especial lo que debe ser, esa inmensa porción de territorio que se extiende desde el Río Bravo a la Patagonia. Al regresar de su destierro español, Martí residió en varios países hispanoamericanos entre 1875 y 1881 (México, 1875-76; Guatemala, 1877; Cuba, 1878, y Venezuela, 1881). Lo cual le sirvió para entrar en contacto con las nacientes naciones, sus experiencias políticas y con la irrupción de los distintos sectores sociales en el escenario de una historia que estaba dejando de ser americana, es decir, dejando de ser una unidad dinámica, siguiendo la estela de Bolívar, para convertirse en historia nacional (historia mexicana, historia cubana o historia venezolana). Algunos autores argumentan que la experiencia mexicana, por ejemplo, alimentó para siempre la concepción de Martí sobre lo que más tarde nombraría como “nuestra América mestiza”11.
Pero también fue fructífera su estadía en Guatemala. Al comentar los Códigos nuevos guatemaltecos dirá:
Toda obra nuestra, de nuestra América robusta, tendrá pues, inevitablemente, el sello de la civilización conquistadora; pero la mejorará, adelantará y asombrará con la energía y creador empuje de un pueblo en esencia distinto, superior en nobles ambiciones, y si herido, no muerto. ¡Ya revive!12.
De manera que ya para 1877, Martí acuña las primeras expresiones “nuestra América” y “nuestra madre América”13. La materia vital del concepto la aporta su experiencia americana. Lo que seguiría luego de esta toma de conciencia era revelar la nueva América. Esta conciencia se expresa en el acto de nombrar, tal como lo argumentamos anteriormente. Los nombres “nuestra América fabulosa” (“Carta a Valero Pujol”, cit.), “nuestra madre América” y “nuestra América” reproducen de nuevo algunos de los principios y valores que nos constituyen. Como consecuencia de la “injerencia de una civilización devastadora” (“Los Códigos…”) –la llegada de Europa a América– en ésta se armonizan “elementos naturales” y “elementos civilizadores”. Naturaleza y civilización serán los referentes de una identidad colectiva. En cualquiera de los anteriores nombres está en germen el destino americano, pues designan, simultáneamente, una realidad. En Nuestra América escribirá Martí:
Por eso el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico (Nuestra…, op. cit., p. 28).
Para aquel entonces, el discurso martiano sobre la especificidad de la América nuestra pareciera definitivamente fijada. Al sentimiento de pertenencia se le añadirá el sentimiento de la diferencia. Martí ha sabido distinguir a América de España y, en general, de Europa. Sólo faltaría definir la diferencia con aquella otra nación que le albergaría durante quince años de su apasionada madurez: los Estados Unidos. Sus “Escenas norteamericanas” (artículos escritos para uso de hispanoamericanos entre 1891 y 1892) son el testimonio de aquel contrapunteo dramático con aquella nación. Tal como lo señala Fernández Retamar: “de ese diálogo saldrá una nueva imagen de nuestra América” (“Más de cien años…”, p. 68). Tanto más cuanto Martí fue el cronista hispanoamericano mejor informado sobre la vida y la cultura de los Estados Unidos de los últimos decenios del siglo XIX. Avizorar y narrar los signos de la cultura norteamericana le dan autoridad a su discurso a la hora de interpretar, “fortalecer y revelar”, a esa América suya14.
Que el ámbito histórico y cultural de América era débil, que allí todo estaba por hacerse, lo sugiere desde 1877 en carta a su entrañable amigo mexicano Manuel Mercado (19 abril), cuando le señala: “[…] ni me place oír decir a los extraños […] que nuestra América enferma carece de las ardientes inteligencias que le sobran”15. Tal interpretación se hace inequívoca cuando en 1881, en anotación hecha en su cuaderno de apuntes de Caracas, añadía:
No hay letras, que son expresión, hasta que no hay esencia que expresar en ellas. Ni habrá literatura hispanoamericana hasta que no haya Hispanoamérica […] Lamentémonos ahora de que la gran obra nos falte, no porque nos falte ella, sino porque ésa es señal de que nos falta aún el pueblo magno de que ha de ser reflejo16.
La condición hispanoamericana era de lo más interesante para la época en que Martí inventa, escribe e interpreta o, en sus propios términos, para la época en que él “fortalece y revela”: Sus observaciones incumben a países que ni son colonias del todo ni han dejado enteramente de serlo, a tal punto que podrá dudar de la existencia misma de Hispanoamérica. Estas percepciones se reforzarían con sus luchas por liberar a su Cuba natal de su condición colonial. De manera que si no hay “esencia” que expresar a través de las letras, tampoco habrá realidad que la circunde y, por lo tanto, Hispanoamérica no existía aún. Se crea lo que no existe, o lo que no existe aún. Y todo estaba por crearse para que lo posible se convirtiese en real: “Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador”, advertía este poeta prestado a la política17. De allí su preocupación vital: fundar patria, fundar naciones, revelar y sacudir a ese “pueblo magno” que habría de ser depositario de lo fundado. Con esas ideas en su mente se despide Martí de Venezuela. En carta a Fausto Teodoro de Aldrey18 (fechada en Caracas el 27 de julio de 1881, el día antes de partir a Nueva York), le señala:
De América soy hijo: a ella me debo. Y de la América, a cuya revelación, sacudimiento y fundación urgente me consagro, ésta [Venezuela] es la cuna19.
EL DISCURSO DE LA APROPIACIÓN CULTURAL
Aquel Martí que se plantea la ciclópea tarea de revelar, sacudir y fundar un continente es el mismo que escribe –una década después– a fines de 1890, y publica a comienzos de 1891, Nuestra América, suerte de lúcido ensayo con funciones ideológicas (interpeladoras) y míticas, dado el alto vuelo poético de su escritura, “trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra”, escribió Martí20. Para añadir enseguida: “Una idea enérgica, flameada a tiempo ante el mundo, para […] a un escuadrón de acorazados” (idem).
Su énfasis en la formación de una identidad americana sugiere que la aventura de un esfuerzo semejante era más importante y desafiante que las diferencias que pudiesen dividir a las nacientes naciones. Pero su sentido inherente también designa la producción del sujeto social –ese “pueblo magno” que aún no es– a través de una cadena discursiva basada en el reconocimiento de lo social y en la aún incompleta construcción de las naciones americanas.
Su cabal existencia exigía el abandono de una de las más importantes rémoras internas: el aldeanismo. Los restos de espíritu aldeano atentaban contra la formación y consolidación de estas naciones. De allí que Martí alertase: “lo que quede de aldea en América ha de despertar” (idem). En este sentido Nuestra América forma parte de un provocador discurso cultural del que pronto se haría eco el modernismo hispanoamericano.
Pero, lo que más me interesa resaltar en esta última parte de mi exposición, es como resuelve Martí en Nuestra América la relación entre lo propio y lo exógeno. Las insuficiencias de lo que había ocurrido en América desde las Independencias eran evidentes. Las metáforas empleadas por Martí eran fulminantes: “ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la tundan y talen las tempestades; ¡los árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas! (Nuestra…, op. cit., p. 26). Se hacía necesario complementar y matizar el desarrollo de la inteligencia americana. El modelo que Martí sugiere podría definirse como el de la “apropiación cultural”. ¿En qué consiste este modelo? Veámoslo.
Conocer para el hombre americano, cuando la indagación está dirigida a su propio mundo, significa algo más que adoptar una forma de racionalidad y lógica: significa una forma de su propio drama. Equivale a una empresa tanto más esforzada cuanto que su armadura intelectual no le pertenece. De allí la metáfora del pueblo de hojas, desasistido, en la espera de caricias o tempestades. Todos los medios para hacer sus indagaciones se ven referidas a un modelo foráneo. O, como lo señala otro autor: en América existe un desequilibrio “entre una carencia de producción teórica y una abundancia de reproducción teórica”21. Entonces, cada encuentro con el guión original, con la pluma fundadora representa una suerte de palimpsesto, reencuentro y deslinde. Así ha ido surgiendo el contorno íntimo de América, su recuperación dramática.
El aporte de Martí, decíamos, se puede organizar en torno al concepto de “apropiación”. Este refiere más que a la idea de dependencia o dominación exógena, a la de fertilidad de un proceso creativo a través del cual se convierten en “propios” o “apropiados” elementos ajenos. A los conceptos de “influencia”, “dependencia” o “circulación” de ideas, modelos, tendencias o estilos, se le opone el concepto de “apropiación”, con su respectivo discurso inherente. Apropiarse significa hacer propio lo que a uno no le pertenece. Pero una vez hecho propio, nos pertenece en propiedad. Y, de esta manera, lo apropiado se diferencia de lo postizo o superficial22. En este sentido apunta Martí su artillería literaria:
La incapacidad no está en el país naciente, que pide formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia (Nuestra…, p. 27).
Apropiación, en este sentido, implica acomodo o, en todo caso, recepción activa en base a un código propio. Los términos del argumento son, por veces, crudos: “Con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro del llanero” (idem). Lo que Martí significa y enfatiza es la vinculación orgánica de los materiales culturales o del pensamiento con el cuerpo social de América. Ésta es una vinculación que sería distinta a la que tuvo en sus orígenes europeos: “[…] el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos […] para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce” (p. 28). El dardo de la ironía martiana está obviamente dirigido a aquellas elites ilustradas que, en tanto instancias mediadoras, les correspondía instituir y gobernar, y cuya atracción por lo europeo y su calco no era secreto para nadie. La lección de Martí va dirigida al corazón del asunto: el espíritu y la forma de gobierno pertinentes a América. Oigamos sus propios términos:
El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país (p. 28).
Si aceptamos el rol de la contextualidad en el proceso de apropiación, tendríamos que convenir que el funcionamiento de la cultura y el pensamiento como fuerzas vitales de la historia estará siempre en relación directa con su grado de articulación al contexto: “el premio de los certámenes no ha de ser para la mejor oda, sino para el mejor estudio de los factores del país en que se vive” (p. 28), alertaba Martí. El resto de la lección no se haría esperar: conocer los factores reales del país y resolver sus problemas basados en estos factores. Se trataba de la inserción en el pensamiento y la cultura americanas de nuevos códigos que zanjaran la distancia entre la orientación foránea progresista y aquel galope tendido del llanero. En la capacidad para hacer esta inserción radicaría la creatividad articuladora de nuestro pensamiento y cultura.
El verbo y la acción de esta articulación no podría ser otro que conocer: “Conocer es resolver. Conocer el país y gobernarlo conforme al conocimiento, es el único modo de liberarlo de tiranías” (p. 29). Sin embargo, al lado de esta función política, la apropiación cultural implica algo más: implica que América participa en la cultura de Occidente en términos distintos a los puramente imitativos y miméticos, lo cual fue la práctica de los llamados “Románticos”. Apropiación significa, en cierto sentido, comprender las relaciones de identidad y diferencia entre América y Europa. En este sentido apunta Martí: “La universidad europea ha de ceder a la universidad americana […] Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra” (p. 29). A significaciones como éstas subyace la visión de una cultura americana ecuménica, abierta. Una cultura que se autopercibe como una cultura cosmopolita, donde los americanos se reflejan como universales sin complejos ni culpas ni pecados originales que considerar. Esta perspectiva permite a Martí matizar la oposición maniquea entre lo autóctono y lo extranjero, entre lo original y lo imitado. Los términos de la cuestión son claros:
Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas (p. 29).
Martí presta, de esta manera, atención no sólo a la dimensión racional del pensamiento, sino también a su dimensión simbólico-expresiva, a su voluntad de estilo. En su lenguaje, o sea, en el qué se dice, en el cómo se dice y en el para quién se dice, quedan inscritas las huellas de su articulación con el contexto social. Las metáforas utilizadas son sensibles a lo híbrido, a los sincretismos y a los rasgos que se van configurando en el proceso de hacer propio lo ajeno. Los términos empleados por Martí no dejan lugar para la duda:
Eramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España […] Eramos charreteras y togas, en países que venían al mundo con la alpargata en los pies y la vincha en la cabeza […] Ni el libro europeo, ni el libro yanqui, daban la clave del enigma hispanoamericano (pp. 30-31).
En esta familia de metáforas resalta, también, la relación entre pensamiento y actitudes del presente martiano con las del pasado americano. El pensamiento que opera en un momento histórico determinado no es mera supervivencia inerte del pasado, sino el contexto de un presente. Así lo entiende Martí a la hora de plantear la pregunta “cómo somos”. La respuesta es contextual: “Las levitas son todavía de Francia, pero el pensamiento empieza a ser de América […] Los jóvenes […] entienden que se imita demasiado, y que la salvación está en crear. Crear es la palabra de pase de esta generación. El vino de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino!” (p. 31).
De manera que en el plano del estudio y la comprensión del pensamiento y la cultura americanas, y de la construcción de los fundamentos de sus naciones, es mucho lo que puede aprenderse de las reflexiones y acciones de José Martí. Pero resulta casi paradójico, si no incomprensible, el por qué lo que ha privado en este ámbito –y casi sin contrapeso– ha sido el modelo de “reproducción cultural”23. En el ámbito de la apropiación cultural mucho queda todavía por hacerse. Es mucho lo que de Nuestra América, en tanto construcción y representación del pensamiento de Martí, puede aún aprenderse. Desde la perspectiva abierta por este “hombre-problema”, como le llamase Picón-Salas24, el estudio del proceso de fundación y apropiación cultural de nuestras naciones tiene mucho que aportar a la construcción de nuestro imaginario colectivo lo cual haría de la historia de nuestras formaciones discursivas una disciplina menos esquemática y mucho más completa y compleja. Comprender esto supone compartir la alegría y el optimismo con que Martí finaliza su Nuestra América: “¡Porque ya suena el himno unánime; la generación actual lleva a cuestas, por el camino abonado por los padres sublimes, la América trabajadora; del Bravo a Magallanes, sentado en el lomo del cóndor, regó el Gran Semí, por las naciones románticas del continente y por las islas dolorosas del mar, la semilla de la América nueva!” (p. 33).
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NOTAS Y BIBLIOGRAFÍA
3 “Enriquillo” (sobre la obra de M. J. Galván), La Nación, Buenos Aires, 13 de enero de 1935, incluido en Obra Crítica, México, FCE, 1960, p. 670.
4 “Julián del Casal”, Nuestra América, op. cit., p. 199.
5 En su Diario de campaña de 1895, por ejemplo, reflejó las preocupaciones coloniales referidas a la independencia de su Cuba natal.
6 “Yo conozco a Europa, y he estudiado su espíritu; conozco a América y sé el suyo. Tenemos más elementos naturales […] pero tenemos menos elementos civilizadores, porque somos mucho más jóvenes en historia, no contamos seculares precedentes”, “Prospecto” de la Revista Guatemalteca, en Nuestra América, op. cit., p. 327.
7 Obra literaria, prólogo, notas y cronología de Cintio Vitier, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1978, p. 106.
8 Recuérdese la sublime queja de Rubén Darío: “Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo, botón de pensamiento que busca ser la rosa…”.
9 Fernández Retamar, R., Para una teoría de la literatura hispanoamericana (primera edición completa), Bogotá, Publicaciones del Instituto Caro y Cuervo, XCII, 1995, pp. 279 y ss.
10 “Arte e identidad. Los hispanos de los Estados Unidos”, Vuelta, n.º 126, mayo, 1987, p. 10.
11 Salomón, N., “José Martí y la toma de conciencia latinoamericana”, Anuario Martiano, n.º 4, La Habana, 1972 (versión original en francés, 1970); Fernández Retamar, R., “Más de cien años de previsión. Algunas reflexiones sobre el concepto martiano de ‘Nuestra América’“, Cuadernos Americanos, Nueva Época, vol. 4, No 40, México, julio-agosto, 1993.
12 “Los Códigos nuevos”, Guatemala, 11 de abril, 1877, en Nuestra América, op. cit., p. 8.
13 En su obra de teatro Patria y Libertad (Drama indio), escrita también en Guatemala habla de “nuestra madre América”, ver Fernández Retamar, R., “Más de cien años de previsión…”, cit., p. 67.
14 Para un interesante ensayo sobre las narraciones martianas de la vida norteamericana, ver Schulman, I., “Narrando la nación moderna”, en José Martí: Historia y literatura ante el fin del siglo XIX (Actas del Coloquio Internacional celebrado en Alicante en marzo de 1995), Alemany, C., Muñoz, R. y Rovira, J. C. (eds.), Alicante, Universidad de Alicante-Casa de las Américas, 1997, pp. 51-73.
15 Cit. en Fernández Retamar, “Más de cien años de previsión…”, p. 68.
16 “Cuaderno de apuntes”, 55 (1881), Obras Completas, La Habana, 1963-1973, XXI, p. 164; Fernández Retamar, “Más de cien años de previsión…”, cit., p. 68 y Para una teoría de la literatura…, op. cit., p. 266.
17 Para la fuente de esta cita, ver nota 21, p. 28.
18 Aldrey era un empresario español emigrado a América, liberal y guzmancista. Fue el editor de La Opinión Nacional, el órgano más importante del liberalismo venezolano, donde escribió Martí su “Sección constante” entre 1881 y junio de 1882.
19 Nuestra América, op. cit., p. 252.
20 “Nuestra América”, El Partido Liberal, México, 30 de enero, de 1891, en ibid., p. 26.
21 Subercaseaux, B. “La apropiación cultural en el pensamiento y la cultura de America Latina”, Estudios Públicos, n.º 30, Santiago de Chile, otoño, 1988, p. 128.
22 Para el desarrollo y la aplicación de este concepto al caso del pensamiento pensamiento y la cultura latinoamericanas, véase ibid., especialmente pp. 130-135. El autor resalta la importancia del concepto en la siguiente proposición: “[…] tendremos que convenir que no se puede hablar de liberalismo en Latinoamérica o de positivismo […] o de marxismo […], sino de liberalismo […], positivismo […] o marxismo latinoamericanos. Tampoco sería posible […] una historia de las ideas o una historia del pensamiento al modo tradicional. Sólo cabría una historia de las apropiaciones, o lo que es lo mismo: una historia de la cultura”, p. 132.
23 Este modelo también es tratado en el artículo referido de Subercaseaux, pp. 126-130.
24 “Arte y virtud en Martí”, en Viejos y nuevos mundos (selecc., prólg. Y cronolg. Guillermo Sucre), Caracas, Biblioteca Ayacuho, 1983, p. 296.