«Educación e historia (…) requerían una cultura basada en la palabra escrita, y la unidad que confiaba establecer con la naciones Hispanas dependía en gran parte del compartir el mismo medio de comunicación (…) El estudio de las ideas educacionales de Bello se puede enmarcar en el contexto de la búsqueda de medios para expandir el alfabetismo, y así hacer realidad el concepto de ciudadanía —y por ende, la nacionalidad»
El siguiente texto es un fragmento del ensayo titulado «El significado histórico de la obra de Andrés Bello», del historiador Iván Jaksic (Centro de Estudios para América Latina, Universidad de Stanford, Santiago de Chile). Tomado del sitio web de la Fundación Manuel Giménez Abad.
Un examen de las actividades de Bello en Chile revela una gran concentración en las áreas de educación, en particular el diseño de un sistema público, y en un esfuerzo por definir los parámetros de la historia nacional. Ambas iniciativas se relacionan con el lenguaje, en el sentido en que Bello las entendía como medios para obtener la unidad nacional y continental. En efecto, se pueden identificar los mismos principios: cómo conciliar tradición y cambio; cómo utilizar antes que rechazar el pasado Hispánico, y cómo crear un sentido de nacionalidad que no separase los nuevos países de la comunidad de las naciones. Educación e historia, además, requerían una cultura basada en la palabra escrita, y la unidad que confiaba establecer con la naciones Hispanas dependía en gran parte del compartir el mismo medio de comunicación.
Desde el principio de su llegada a Chile, Bello participó en actividades para orientar el desarrollo de la educación en el país. Tenía un gran interés por esta rama, y ya en los tiempos de Caracas y de Londres se había desempeñado como maestro y tutor. En esta última ciudad, estudió además el sistema de educación lancasteriano (fundado por Joseph Lancaster) para evaluar su aplicabilidad en los países hispanoamericanos. Pero fue en Chile donde se dedicó más de lleno a su papel como educador. Inicialmente, sus perspectivas al respecto aparecieron en forma de comentarios o propuestas específicas de reforma, y a veces en forma de debates, pero en todos los casos se puede observar un énfasis en la construcción del nuevo orden político.
El estudio de las ideas educacionales de Bello se puede enmarcar en el contexto de la búsqueda de medios para expandir el alfabetismo, y así hacer realidad el concepto de ciudadanía —y por ende, la nacionalidad. Una vez que Bello determinó como irreversible la transición de la monarquía a la república, y por lo tanto el imperio de la ley y de las instituciones representativas, identificó la educación como el medio principal para la promoción de los valores cívicos en la sociedad. No es fácil discernir a veces, dado el carácter puntual de sus publicaciones (por lo general en la prensa) qué le parecía más importante: la educación general del pueblo o la educación de una elite; la educación laica o la religiosa, las humanidades o las ciencias. Pero esto se aclara cuando, estudiando la totalidad de sus aportes, se observa que Bello enfatizaba diferentes aspectos, en momentos diferentes, del mismo proyecto global: que debía haber un sistema nacional de educación, supervisado y apoyado por el Estado, que expandiera el alfabetismo y lograse así que los individuos se concibieran como ciudadanos y contribuyeran al funcionamiento del gobierno representativo. La educación nacional debía incorporar además una serie de otros elementos: la religión, que consideraba indispensable para la moralidad privada y pública; el respeto por las tradiciones hispánicas desde sus orígenes romanos, y un énfasis en lo práctico que proporcionase a los ciudadanos los medios de prosperidad individual y nacional. Bello tenía gran (quizás demasiada) confianza en la posibilidad de unir elementos tan dispares. Sus ideales en esta materia dependían de la capacidad del Estado para proporcionar los suficientes recursos para el desarrollo educacional y de hacerlo superando intereses políticos divergentes. Tal capacidad iba en erosión en los años finales de la vida de Bello, pero éste logró establecer la importancia de la educación y demostrar que ésta tenía el potencial para desarrollar la nación y enriquecer la vida de los ciudadanos.
Dos tomos de las Obras completas (XXI y XXII) están dedicados a los escritos de Bello sobre temas educacionales. Quizás el más conocido de éstos sea el discurso inaugural ante la Universidad de Chile en 1843, texto ampliamente citado hasta el presente. Se trata de un discurso cuidadosamente preparado que, además de ubicar a la universidad en el centro mismo de la educación nacional, plantea el desafío central para las naciones independientes: nacidas de la lucha por la emancipación, ¿cuál era, para ellas, el significado del concepto de libertad? La libertad implicaba, concretamente, victoria militar y separación política de España. Para algunos, significaba una lucha continua contra los legados del pasado colonial. Pero en el contexto de la construcción de las naciones, Bello expuso que la libertad debía estar relacionada, y tal vez subordinada, al orden. No pensaba que libertad y orden eran incompatibles sino que, al contrario, dependían el uno del otro. En particular, no podía haber libertad verdadera sin un control sobre las pasiones políticas o personales. El orden permitía la libertad colectiva en la medida que limitaba tales pasiones, a las que calificaba como “licencia”. El reto era cómo hacer que las naciones fueran más allá de la imposición formal del orden, para transformarlo en voluntaria virtud ciudadana. Bello estaba convencido de que la auto-disciplina individual podía lograr la estabilidad social y política gracias a la reflexión en torno a los derechos y deberes individuales.
¿Cómo se podía lograr tal proyecto de orden? La respuesta inequívoca de Bello era mediante el cultivo de la razón entendida en términos tanto intelectuales como morales y mediante su difusión generalizada a través del sistema educacional. Esto, a su vez, requería una cultura basada en el estudio de las humanidades que combinara armoniosamente las tradiciones laicas y religiosas. Con este propósito defendió el aprendizaje del latín y de la jurisprudencia ya que ambos ramos podían conectar a la juventud hispanoamericana con una larga tradición humanística, como también proporcionar ejemplos históricos de la búsqueda del orden social y político. Es en este contexto en el que se debe entender el esfuerzo de Bello por atraer a la Iglesia al proyecto educacional del Estado y convencerla de la utilidad práctica de la enseñanza del humanismo clásico. Es finalmente en este marco en el que debe entenderse la labor de Bello en la tarea educacional nacional: el orden provendría de los valores compartidos, desarrollados a partir de la tradición humanística, aplicada a elementos prácticos como la participación ciudadana en los asuntos políticos y económicos de la nación.
Si bien Bello pensaba que debía haber una filosofía educacional, intentaba al mismo tiempo separar la educación de la ideología y de la política, puesto que pensaba que la influencia de éstas sólo ayudaría a exacerbar las divisiones dentro de las naciones. La historia era un campo clave para el desarrollo de la identidad nacional, y por lo mismo muy susceptible de ideologización y manipulación política. Las interpretaciones del pasado conducían por lo general a propuestas de acción para el futuro, y el propósito de Bello era lograr que la historia sirviera como factor de unidad antes que como fuente de disputas. Por esto quiso que se cultivara este campo como una actividad académica sometida a ciertas reglas de investigación. En la década de 1840, Bello preparó varios artículos sobre historia, recogidos en el tomo XXIII de sus Obras, en donde expuso su perspectiva respecto a esta disciplina y sus esperanzas de una historiografía congruente con los propósitos más amplios de orden nacional en Hispanoamérica.
Estas reflexiones surgieron en un contexto polémico: una presentación, en 1844, de José Victorino Lastarria sobre la naturaleza del legado colonial. En su ensayo, Lastarria llamaba al rechazo del pasado Ibero de modo que se construyera un futuro verdaderamente libre e independiente, y declaraba que sus conclusiones eran producto de un examen imparcial de los hechos históricos. Bello disputó la interpretación de Lastarria respecto al pasado colonial, como también sus presupuestos historiográficos. Lo que estaba en juego era cómo Chile —e Hispanoamérica— debía entender su pasado colonial. Y esto no ocurría en un vacío político, puesto que precisamente durante las décadas de 1830 y 1840 las nuevas naciones, incluyendo a Chile, se encontraban negociando el establecimiento de relaciones diplomáticas con España. Esto llamaba a la reflexión, y la historia podía ser una guía al respecto. La postura de Bello era que la historia de Chile incluía un largo pasado colonial, y que tanto la historia como disciplina, y el país como entidad nacional inserta en un contexto internacional, procederían irresponsablemente al rechazar el pasado por motivaciones políticas e ideológicas. En lo cultural, la península Ibérica era el puente de Hispanoamérica con un pasado incluso anterior al de España como nación, y también la fuente de tradiciones jurídicas y literarias que Chile debía conservar como útiles para los fines de construcción nacional. Pero incluso más allá del argumento de utilidad, la crítica de Bello a Lastarria era también un pronunciamiento sobre cómo surgían históricamente las naciones: los imperios llegaban a un punto de disolución, desde el que surgían nuevas configuraciones geográficas y culturales. Ciertas tradiciones se combinaban (aunque algunas predominaban, como las tradiciones romanas en Iberia y las españolas en Hispanoamérica), y ellas requerían un estudio antes que un rechazo en el nombre de la emancipación y la libertad.
Bello rechazaba la interpretación de Lastarria puesto que éste llamaba a la destrucción de los supuestos legados del pasado colonial sin que hubiera un acuerdo metodológico a propósito de cuál era este pasado y cómo se documentaban sus efectos. Los detalles de la polémica se encuentran muy bien explicados en varios de los estudios incluídos en el tomo XXIII, pero importa señalar aquí que el énfasis de Bello era que la “evidencia” sólo podía provenir de fuentes documentales y no de la llamada “filosofía de la historia” que defendía Lastarria y algunos de sus seguidores, como Jacinto Chacón. Aunque pocos lo sabían en ese momento, Bello tenía largos años de experiencia trabajando con manuscritos medievales en la Biblioteca del Museo Británico y, por lo tanto, insistía en la necesidad de identificar, comparar y evaluar la documentación antes de concluir nada respecto al desarrollo histórico. Lo que temía, en particular, era que los pretendidos historiadores invocaran la objetividad de la disciplina sin respetar las fuentes, y sólo como una estrategia retórica para inducir cambios políticos. Chile e Hispanoamérica no estaban en condiciones de politizar el pasado, y los investigadores debían más bien estudiarlo como parte integral del surgimiento de las naciones.
Bello debatió temas históricos a partir de su propia experiencia en el campo, de su conocimiento de las fuentes en una variedad de idiomas, y de su noción de la historia como una disciplina que tenía el potencial para contribuir a la unidad nacional. Tal como en el caso del lenguaje y la educación, era el proyecto de construcción de las naciones el que definía su interés por la historia. En todos estos casos, y con diferentes grados de énfasis que respondían a brotes polémicos, Bello dedicó una gran cantidad de tiempo a estos temas puesto que eran parte de sus intereses intelectuales más fundamentales. Y sin embargo, existe todavía otro aspecto muy importante de su obra, y un pilar más en su esfuerzo por construir un nuevo orden político, que debe ser examinado y que es probablemente el más difícil: cómo establecer el imperio de la ley en las nuevas repúblicas respetando al mismo tiempo las libertades políticas.