«La unidad es un sueño, por supuesto, pero también es una convicción, una tendencia. Sin unidad no habrá nación. Sin nación no se sedimenta la civilización (…) Las palabras con las que se escribía la literatura contenían los elementos del proceso de unificación (…) sirven de expresión literaria de la nación en Hispanoamérica»
El siguiente texto es un fragmento del ensayo originalmente titulado «La expresión literaria de la nación hispanoamericana», de Luis Ricardo Dávila, Profesor Titular, Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas Universidad de Los Andes (Mérida, Venezuela). Tomado de la revista Estudios, Nº 20/21, Caracas, agosto 2002-junio 2003, pp. 233-249.
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FUNDACIÓN
Siglo XIX hispanoamericano. Siglo denso, pesado, pleno de horizontes y de desafíos. Momento de construcción de permanencias, de definición de supuestos unificadores. La palabra supuestamente independiente se traslada y se regocija a lo largo y ancho de la región. Ella delimita, cohesiona, por veces espanta. Las palabras –en plural– van presagiando la unidad. El principio de unidad permanece, parece fijo, constante; sin embargo, se descompone para construir eso que uno llama “objeto intelectual”. Y poder ensayar trabajos como éste. La unidad es un sueño, por supuesto, pero también es una convicción, una tendencia. Sin unidad no habrá nación. Sin nación no se sedimenta la civilización. Desde aquel entonces en los rostros de las diferentes antiguas colonias hispánicas se puede leer la formación de lo nuevo, la emergencia de eso que puede llamarse “actualidad”. Acaso las naciones hispanoamericanas no necesitaron de la imprenta o del desarrollo del capitalismo para imaginarse como unidad (1). En casi toda la América española la imprenta llega en un momento estelar: cuando están dadas las condiciones para romper el nexo colonial. Ni un día antes, ni un día después, Es más, la imprenta es traída por los llamados “Precursores”, quienes ya presagiaban la raíz y el rostro de los independentistas, ergo de la libertad, de la cohesión y unidad. De manera que cuando llega la imprenta, los hispanoamericanos ya nos habíamos imaginado como una unidad precaria y contingente, pero unidad al fin.
Expresar la palabra escrita no fue más que una extensión –geográfica y mental– de lo que ya se hacía sentir y se veía venir en cada una de las regiones del Nuevo Mundo. Habíamos tenido nuestros últimos días coloniales que eran –en resumidas cuentas– nuestros primeros días de cohesión y unidad. Ya éramos capaces de hablar de un “barroco americano”, de unas colonias con horizontes comunes, de cronistas, de poetas, monjas, creadores y frailes mexicanos, también teníamos los viajeros de esas tierras americanas y la idea de ser libres. Habría que convenir, entonces, que fue nuestra experiencia colonial, que fueron nuestros días coloniales, los que permitieron la formación de aquellas condiciones que posibilitarían pensarnos, sentirnos y, lo más importante, soñarnos como comunidad.
A la luz de las anteriores perspectivas, en este artículo se trata un tema íntimamente vinculado al proceso de formación y desarrollo de las naciones hispanoamericanas: la cuestión de la literatura. Este tema se planteó alrededor de la mitad del siglo XIX, en el ámbito geográfico del estrecho y largo Chile, en el escenario intelectual del joven liberalismo chileno y sus relaciones con Andrés Bello y su programa cultural. Las palabras con las que se escribía la literatura contenían los elementos del proceso de unificación. La forma cómo se dicen, en torno a cuáles hechos se cristalizan y se verifican los diferentes temas, cómo ocurren los procesos de recepción de los mismos, sirven de expresión literaria de la nación en Hispanoamérica.
EL MOVIMIENTO DE EMANCIPACIÓN LITERARIA EN CHILE (1842)
La construcción de esas “comunidades imaginadas” llamadas naciones adopta formas de expresión que pueden ser interceptadas, observadas, seguidas históricamente, entendidas y explicadas. En lo que sigue, intentamos este ejercicio para el caso hispanoamericano en los meandros de la mitad del siglo XIX. El tiempo histórico que nos ocupa en este trabajo es aquel que hemos denominado el tiempo de la formación y bases de la modernidad hispanoamericana (2). Entender esta formación y bases de la modernidad en la parte hispana de América, en el tiempo histórico definido, requiere, además del cotejo exhaustivo y crítico de los distintos textos, de la ubicación y precisión de aquellas condiciones que dan existencia y contexto a su producción. Para buscar y, en ciertos casos, develar la sensibilidad y la conciencia propia de cada época, de cada testigo, de cada país o región, no basta respetar el orden cronológico y enlazar un documento con otro para reconstruir su trama y entender las condiciones históricas de su emergencia. El “almácigo” de enunciados y posiciones intelectuales, políticas, culturales y sociales debe ser, además, inscrito dentro del horizonte ideológico y estético de la época, ya que cada texto, cada documento significativo contiene y plantea su propia problemática, lo que le hace exigir su peculiar interpretación. Precisando estas tres cosas: condiciones de producción, la sensibilidad presente y el espíritu que la animó, es posible extraer los datos básicos que le dan raíz y rostro, fondo y forma –en nuestro caso– a la nación americana.
EXPRESIÓN AMERICANA Y CULTURA EUROPEA
A pesar de que su expresión se gesta, por lo general, a la sombra de la cultura europea, sus postulados estéticos y políticos se van progresivamente perfilando, desprendiendo del contexto histórico inmediato de cada país, en relación con un discurso ideológico, antes de adquirir rostro pleno en la producción intelectual (literaria o histórica) propiamente dicha. Tomar en cuenta los elementos o vectores de este discurso es de suma importancia para comprender las ideas, los intereses, las pasiones, en fin, las preocupaciones que gobernaron la formación de las naciones en las diferentes épocas y regiones. La postura romántica frente a Europa no deja de ser ambigua, por dos razones:
1. La tarea de crear una literatura original incentiva la afirmación y descripción de lo propio americano en sus diferentes matices (historia, costumbres, paisajes, cuadros sociales), pero, al mismo tiempo, sus intelectuales fijan los ojos de la razón y el espíritu en una Europa idealizada a través de los símbolos del progreso y la civilización.
2. El logro de la meta que postulaba un programa de creación de una expresión genuinamente americana se veía ensombrecido por el europeísmo declarado y en ciertos casos casi militante. Los más sensatos razonaban en términos de llegar a una solución de compromiso: diferenciar lo que de útil tuviese la influencia europea trasladada a América, de aquellos aspectos que no ofreciesen utilidad o que incluso pudiesen ser nocivos una vez puestos en el escenario americano. Pero este traslado estaría condicionado más que por criterios estéticos, por una visión de las necesidades políticas e ideológicas de quienes actuaban en ese escenario; vale decir, estaría condicionado en virtud de intereses y relaciones sociales. No obstante, en el plano literario se preparaban las condiciones que iban dando rostro a lo autóctono. Es cierto que no abundaron grandes obras con signos americanos individualizadores, pero en la producción de poemas paisajistas, de relatos históricos o de cuadros costumbristas, la huella americana es reconocible.
El tono general de las distintas composiciones iba adquiriendo carácter a través del uso de un lenguaje cada vez más puro, con propiedad de los giros y acabada expresión de un sentimiento de pertenencia a una realidad recién incorporada a la historia de la cultura occidental. No en vano las discusiones polémicas sobre una suerte de americanización del idioma, sobre literatura, arte, ciencia o historia constituían el sustrato discursivo dominante: “¡Mire usted, en países como los americanos, sin literatura, sin ciencias, sin arte, sin cultura, aprendiendo recién los rudimentos del saber[…]!” (3). Esta apreciación de Sarmiento era bien significativa de la orientación que habrían de tomar las cosas concernientes a América. Para los románticos, al desconocer cualquier herencia hispánica, se trataba de crearlo todo; la diferenciación con el coloniaje habría de ser total, para poder constituir la nueva identidad de una América independiente y moderna.
En la medida en que arreciaba la dictadura de Rosas, ya entrada la década del 40, el desarrollo de este sustrato discursivo se concentraría en Chile. Al movimiento intelectual que apenas germinaba en este país se le agregarían los “proscritos” argentinos (Sarmiento, Alberdi, Mitre, Frías, Gutiérrez, López): “Esa colonia de emigrados contrastaba singularmente por la solidez de sus estudios con el letargo en que estaba sumida en Chile la inteligencia y el espíritu público […] su aparición en el diarismo produjo una revolución literaria” (4). Ellos traerían consigo el movimiento romántico, librando en 1842 una breve pero ruidosa batalla con los discípulos de Andrés Bello. A la colonia de emigrados le apoyarían algunos jóvenes chilenos, entre ellos destacó José Victorino Lastarria (1817-1888). Si bien entre los intelectuales argentinos la afiliación romántica no ofrecía mayores dudas, en el caso específico de Lastarria esta caracterización, aunque convincente a primera vista (5), contiene y plantea su propia problemática y, por tanto, es susceptible de ser matizada al menos en dos sentidos:
1. Para él, la literatura cumpliría función utilitaria en la naciente sociedad chilena. En la medida en que la educación y la ilustración popular eran lo más importante, la literatura jugaría un papel didáctico.
2. Más que concebir un programa artístico de filiación romántica, el programa de Lastarria era eminentemente político, fundado sobre el esquema ideológico liberal, vale decir, era un “programa liberal de emancipación”, donde lo sustantivo es más bien la emancipación o la regeneración de la conciencia, y lo adjetivo, la literatura (6). Su programa no será en primera instancia una proyección ya opacada de un fenómeno cultural europeo, sino un intento de fundación de unos intereses políticos inscritos dentro del horizonte ideológico liberal. La expresión de esta postura establecería relaciones comprensibles entre lo político, lo literario, lo filosófico y lo histórico. Con estas consideraciones puestas por delante, pasemos a continuación a examinar un gran eje de la expresión americana entre 1842 y 1848, cuyo epicentro geográfico fue Chile: la cuestión de crear una literatura nacional.
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NOTAS
1 Esta es la muy famosa y no menos manoseada tesis de Benedict Anderson para explicar el surgimiento de las naciones modernas, en Imagined Communities. Reflections on the Origins and the Spread of Nationalism. Londres: Verso, 1991 (1983).
2 Dávila, Luis R., Formación y Bases de la Modernidad en Hispanoamérica. Ensayo de Historia Intelectual. Caracas: U.L.A-Tropykos, 2002.
3 Sarmiento, D.F., “Segunda contestación a un Quidam”, El Mercurio, 22 de mayo 1842. Obras Completas, Buenos Aires: Editorial Luz del Día, 1949, I, p. 227.
4 Opinión del historiador chileno Gonzalo Bulnes en 1875, cit., en L.A. Sánchez, Nueva historia de la literatura americana. Buenos Aires: Editorial Américalee, 1944, p. 190.
5 Fernando Alegría en sus “Orígenes del romanticismo en Chile. Bello-Sarmiento-Lastarria”, Cuadernos Americanos, XXXV, 5 (septiembre-octubre), 1947, ubica la influencia de sus ideas, sin duda alguna, entre las que un efecto más directo tuvieron “en el proceso de la evolución […]desde el neo-clasicismo al romanticismo” (p. 187). Y a su discurso inaugural de la Sociedad Literaria en 1842 lo considera como “el manifiesto romántico de la literatura chilena” (p. 190).
6 Subercaseaux, B., “Romanticismo y liberalismo en el primer Lastarria”, Revista Iberoamericana, Nos 114-115, (enero-julio), 1981, p. 305.